El 28 de enero de 1986 despegaba la misión Challenger al espacio y, con ella, el balón que nos ocupa. Fue una de las pocas cosas que no sucumbió a esta tragedia espacial. Pertenecía a la hija de uno de los astronautas de la misión, el hawaiano Ellison Onizuka, que quiso llevarse el balón para acordarse de ella en el espacio.
El sueño de este padre duró apenas 73 segundos. La imagen de la nave explotando poco después de despegar fue retransmitida en directo al mundo entero. Nadie daba crédito a lo que pasaba: el Challenger, que ya había viajado al espacio nueve veces, se convirtió de repente en una bola de fuego y todos sus tripulantes murieron.
Los únicos restos de la explosión fueron una bandera de Estados Unidos y la pelota de fútbol de la hija de Onizuka. Ahora, 31 años después del accidente, este balón ha conseguido por fin flotar en el espacio. El astronauta Shane Kimbrough y sus compañeros se lo han llevado a la Estación Espacial Internacional, donde han homenajeado a los tripulantes del Challenger colgando en Twitter una imagen del balón.