El asesinato de Gadafi en 2011 parecía marcar un antes y un después para Libia. Ocho años después, el país vive aún en el caos. Foco de guerras, mafias y trata de personas, Libia no levanta cabeza. Ni con dictador, ni sin él. Es uno de los grandes fracasos de una comunidad internacional que ahora no le tiembla el pulso a la hora de mirar para otro lado.
Gadafi murió apaleado. Brutalmente linchado por los opositorios libios apoyados por la comunidad internacional. Había ansias de revancha tras cuatro décadas de represión y violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos. Libia era un foco de pobreza y sinrazón humana; y lo sigue siendo. Quizá Gadafi fuera un problema, pero no era el único.
Occidente dio alas -y armas- a la revuelta contra Gadafi. Se sucedieron meses de ofensiva militar y promesas de prosperidad democrática para un país demasiado acostumbrado a la dictadura.
"No se arregló el problema eliminando a Gadafi, sino al revés: se creó un escenario de conflictividad de todos contra todos. Un sufrimiento constante: refugiados, emergencia, terrorismo", apunta Jesús Nuñez, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria.
Caído Gadafi, Libia se sumió aún más en su abismo de caos y pobreza. La gráfica de su economía dibuja una montaña rusa: ha pasado de ser el país con más alto nivel de vida de África a ver como se desplomaba el PIB y como los libios veían hundirse su economía doméstica con restricciones en servicios y derechos básicos (luz, agua, educación, sanidad...) que antes eran gratuitos.
La muerte de Gadafi dejó el país sin estructuras de Estado puesto que casi todo en su dictadura se basaba en sus redes clientelares. Y desde entonces, la comunidad internacional no ha hecho grandes esfuerzos por construir esa inexistente estructura de Estado.
"Parece que nunca estuvo en los planes el apostar por la mejora de las condiciones de vida de los libios. Y eso vale para los países occidentales, pero también Turquía, Qatar o Arabia Saudí, que buscan sacar ventaja de una Libia desestructurada", asegura Núñez.
Solo recientemente ha empezado a remontar la producción petrolífera, el principal activo de Libia. Y lo ha hecho a costa de no invertir en casi nada más y de una nueva lucha que se recrudece: la de las fuerzas que se disputan el oro negro y el país. Se disputan la hegemonía de Libia al tratarse de un "no estado" que ha pasado de tener un dictador a contar con dos gobiernos en guerra tras unas elecciones tardías que desembocaron en un descontento generalizado y en el nacimiento de más de 1.000 tribus/milicias que manejan sus zonas de influencia como si fueran polvorines.
"Incoherencia de la UE: Francia apoya a uno de los bandos e Italia apoya al contrario. Contribuye a empantanar más el terreno y deja lejos la solución del problema", señala Jesús Nuñez.
Libia, ocho años después de Gadafi y con tres guerras ya en su camino, no puede apostar por su desarrollo. Y para colmo, la amenaza terrorista de Dáesh alimenta el miedo y la desestabilización del país, que vuelve a asentarse en torno a la tierra natal de Gadafi.