Diecisiete años después, únicamente Garzón reconoce el error. La liberación de Ortega Lara se salda con la detención de un veterano etarra.
En los interrogatorios, los terroristas reconocen varios asesinatos, incluido el de Antonio Ramos, presuntamente cometido por Bolinaga en 1986 y que nunca se había esclarecido. Pero esta confesión se perdió, una confesión pilla a Garzón de guardia.
Él le pregunta a Carlos Dívar, entonces juez decano de la Audiencia, qué juzgado investigó la muerte de Ramos y Dívar se lía, terminando las actas en el lugar equivocado en manos del juez Gómez de Liaño, que a su vez traspapela la información cambiándola de sumario.
Meses después, el fiscal Fungairiño se da cuenta de que algo falla, el sumario no es el adecuado y además hay fechas y nombres erróneos. Junto a Garzón, trata de arreglar el entuerto acudiendo a la Guardia Civil, pero ya es tarde.
Tras nuevos fallos, toda la información se ha perdido transitando por el laberinto burocrático de la Audiencia Nacional. Una serie de errores que, de no producirse, habría librado a Alejandro de los 17 años últimos años de dudas.
Ahora, Bolinaga tendrá que responder por una causa que resucita tras años enterrada en las catacumbas de la Audiencia.