Prospecciones petrolíferas, la pesca, el transporte marítimo o los deportes acuáticos generan un ruido atronador del que no somos conscientes pero que tiene consecuencias: la huella sonora del ser humano llega a todos los rincones del planeta, también a los océanos, que se están viendo gravemente alterados por nuestra contaminación acústica.
Estos sonidos irrumpen y perturban constantemente la quietud del ecosistema marino, que cuando está sano suena de una manera muy determinada. Y es que sus especies necesitan emitir y oír sus propios sonidos para comunicarse, alimentarse o reproducirse.
Localizan su hábitat gracias al sonido subacuático, pero este se vuelve casi imperceptible cuando se mezcla con el ruido humano, que despista a las especies y puede ponerlas en serio peligro. Algunas, en un intento de huir del ruido, incluso terminan en zonas donde no pueden respirar y mueren.
Esta es la principal conclusión del mayor estudio sobre este asunto hasta el momento, publicado en la revista 'Science' y liderado por el oceanógrafo español Carlos Duarte, que sugiere que se apliquen medidas urgentes, como una mayor conciencia ciudadana o una regulación más severa sobre esta contaminación auditiva.
Y es que, a diferencia de otros problemas ambientales, la reducción de la contaminación acústica está en nuestras manos y tiene una respuesta inmediata. Prueba de ello es el cambio que experimentaron nuestros océanos durante el confinamiento por la pandemia de coronavirus.
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