Tong Phuoc Phuc, de 53 años, se sienta en una silla en la sala de estar de su casa, en Nha Trang (Vietnam), rodeado de una quincena de niños que corretean alborotados y solo se calman cuando su padre adoptivo enciende el televisor y aparecen los dibujos animados. Tienen entre 3 y 12 años y aunque no los concibió, los considera hijos suyos. "Llegué a tener 50 en casa, pero el Gobierno me dijo que eran demasiados y tuve que enviarlos a un orfanato gestionado por la Iglesia Católica y ahora tengo 18".
"El Gobierno me obligó a convertir la casa en un orfanato para poder registrar a los niños y escolarizarlos. Ahora tenemos cuatro mujeres trabajando con nosotros", añade. Todos los niños le llaman padre en vietnamita y comparten todos, según su sexo, un nombre común: Vinh (honor) para los chicos y Tam (corazón) para las chicas. "El segundo y el tercer nombre (los nombres vietnamitas siempre son compuestos) son el de sus madres y mi apellido", apunta.
Aunque recibe ayuda de su esposa y de sus cuatro empleadas, está muy pendiente de la educación de los pequeños y en especial de sus resultados escolares. "Todos los años organizamos un viaje juntos a algún lugar de Vietnam, pero les digo que para venir tienen que sacar buenas notas", dice. Devoto de la religión católica, comenzó su labor en 2001, poco después del alumbramiento del primero de sus dos hijos biológicos.
"Cuando estaba en el hospital por el parto de mi esposa, una mujer abortó y me di cuenta de que era un gran problema en Vietnam. Pensé que tenía que hacer algo para evitarlo", indica. "En su mayoría son estudiantes muy jóvenes, con tres o cuatro meses de embarazo que están asustadas de lo que dirán sus familias, de no tener dinero, de que el padre se haya ido", explica.
Se corrió la voz por todo el país y fueron llegando más mujeres y niños recién nacidos. Después de los dos o tres primeros meses de vida de los niños, Phuc pide a las madres que decidan si vuelven a su lugar de origen, se quedan más tiempo en la casa con el niño o se van dejando al bebé con él.
Además del cuidado de los niños y las embarazadas, Phuc está empeñado en que todos los fetos abortados en la región reciban sepultura. Vietnam es el país asiático con mayor índice de interrupciones voluntarias del embarazo, con más de un millón al año, y Phuc casi todos los días recibe una llamada del hospital para avisarle de un nuevo caso. Explica cómo limpia al feto con vino de arroz, lo introduce en una cajita y lo entierra bajo una lápida minúscula.
Calcula que en estos años han sepultado unos 14.000 en dos terrenos: un cementerio que creó al efecto y, en los últimos años, en una tierra adyacente a su granja. Muchas de las lápidas, del tamaño de un azulejo, están adornadas con una flor de plástico, algunas llevan inscrito un nombre cristiano, otras solo "la fecha de nacimiento y de deceso", mientras que las de niños que murieron al nacer están decoradas con juguetes o biberones.
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A pesar del gasto que le ha ocasionado la construcción del camposanto y la manutención de tantos niños y mujeres (ha perdido la cuenta de cuántos han pasado por su casa), Phuc se dice cansado pero feliz. "Sigo el dictado de mi corazón", afirma.