FILOSOFÍA Y CIENCIA
Carta de un filósofo a su hijo científico
Hola hijo, muchas veces me has preguntado que para qué servía lo que yo hacía, que no entendías cómo un profesor de filosofía podía vivir de enseñar lo que un grupo de gente "muy vieja y con demasiado tiempo libre" decía sobre la vida.
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Y, ya ves, ahora que has dado ese paso de dejar de ser hijo para convertirte también en padre, lo cual hace que yo deje de ser padre para convertirme también en abuelo, me he propuesto demostrarte por qué mi oficio sirve para algo. Seguro que incluso alguien tan racional como tú, que elegiste la ciencia como forma de vida, puedes entenderlo.
Por decirle en tu idioma: te escribo esta carta para explicarte, bajo la luz de la filosofía, cómo las enseñanzas de grandes pensadores sirven para entender el proceso de aprendizaje humano. Tú me hablarás de herencias genéticas, del entorno inmediato, de acción-reacción, de estímulo-respuesta y de reacciones físicas y químicas y estímulos eléctricos cerebrales. Pero la vida no sólo son esas cosas.
El primer "señor mayor" del que te querría hablar es John B. Watson, que vivió en la primera mitad del siglo pasado y, aunque no lo creas, es un pensador con el que compartes muchas cosas y (déjame que me ponga en la piel de un adivino) compartirás muchas más. Él es uno de los padres del conductismo, que para resumirlo al máximo viene a decir que ante toda acción surge una reacción determinada y que modulando la acción se modula la respuesta.
Ahora mi nieto es apenas un bebé que ni sostiene la cabeza, pero en cuanto empiece a gatear libremente por ahí te acordarás de Watson. Por ejemplo cuando tú, que te zambullías entre libros de pequeño porque nunca has sido un travieso explorador, te plantees si pones o no protectores a los enchufes de tu casa. Te lo plantearás cuando veas al pequeño yendo curioso a meter los dedos, pero seguro que Watson te diría que no lo hicieras.
Según su pensamiento, cuando tu hijo lo haga y reciba una descarga eléctrica llorará asustado. Ante el llanto tú te preocuparás, y sentirás tu dolor como suyo. Y ante esos estímulos hay varios efectos en cascada: él aprenderá que no debe meter los dedos en el enchufe (igual necesita alguna experiencia traumática más para terminar de aprenderlo) y tú reaccionarás queriendo tapar todas las tomas eléctricas.
Si lo haces él posiblemente olvidará la lección porque no tendrá la necesidad de recordarlo. Así, en cierta (dolorosa) manera se aprende (siempre y cuando el riesgo no sea realmente peligroso, claro). Hegel, presumo, tampoco se iría muy lejos de ese razonamiento, recordando aquello de que todo acto tiene sus consecuencias.
Aprender, esa cosa. Hay quien complica aún más la cosa, como los que decían que aprendemos por oposición (aquello de "sé que eres un chico porque no eres una chica" o, mejor, "sé que eres una chica porque no tienes pene". ¿Dicen "pene" los niños? Bueno, a eso de los lenguajes ya llegaremos más adelante.
Después llegará el turno de Karl Marx, famoso por ser el padre de una doctrina política, sí, pero también uno de los que más aventuró sobre el mundo que nos rodea. Y de Marx quizá te acuerdes en el parque, cuando compruebes que los niños, a pesar de empezar a ir cuando aún no han aprendido apenas nociones de educación social, desarrollan un fuerte instinto de propiedad privada. Es más, a todos les empuja por naturaleza un ánimo conquistador hacia lo ajeno: podrás bajar con una pelota, que seguro que no querrá jugar con ella, sino con la pelota de otro niño (otro niño que, a su vez, querrá jugar con tu pelota).
El conflicto vendrá cuando alguno se dé cuenta de que otro está jugando con su propiedad. Posiblemente tu hijo llore, sintiendo que le arrebatan lo que siente como suyo y por naturaleza se niega a compartir. Y posiblemente también llore cuando, al iros, le quites el juguete del otro niño para devolvérselo. Es como si una especie de sello invisible de mezquindad estuviera en nuestra genética. Me dirás que esto último no es muy científico, pero ya me contarás la experiencia.
En el parque observarás además que los niños son, con perdón, como animales: les mueve el más puro instinto, la observación, la reacción aprendida y el absoluto caos. Además, se imitan. Si uno grita los demás le miran fascinados para replicar. Pero en medio de ese caos hay normas sociales muy estrictas que igual no son exactamente las que rigen en el 'mundo real'.
Eso quizá lo verás cuando sea más mayor y vaya al colegio. Allí tendrá que adaptarse para sobrevivir, aprendiendo cuáles son las normas del entorno y de qué forma puede tirar hacia delante sin tener demasiados problemas con los demás. Hará tal cosa para evitar al matón del grupo, tal otra para impresionar a sus compañeros, tal otra para ser popular. Si eso no es darwiinismo no sé lo que es.
Vale, Darwin no era un filósofo, sino más bien un científico. En eso tienes razón.
La que era un poco filósofa era Elisabeth Noelle-Neumann, fallecida hace pocos años. Ella fue la primera que reflexionó acerca de un potentísimo mecanismo de presión social que los niños usan sin piedad: la espiral del silencio y sus derivaciones. Es lo que pasa cuando en un colectivo bajo presión existe la sensación de una opinión mayoritaria contra la cual los demás no quieren llevar la contraria para no parecer outisders. Puede que esa opinión no sea siquiera mayoritaria, pero bastará que el líder del grupo la tengan.
Esta teoría, que en cuestiones políticas es la que justifica la existencia de corrientes de opinión tapadas y que cristalizan en el llamado voto oculto, funciona de forma despiadada en entornos infantiles: si no llevas zapatillas de marca no eres popular, si no juegas bien a fútbol no eres popular y -por más que esto siempre me haya sorprendido- si sacas buenas notas no eres popular.
¿Qué pasa si te sales de ese redil de opinión y comportamiento? El castigo social: menos amigos, la amenaza de los matones de clase y que a mi pobre nieto le pueda caer algún mote despectivo que lo marque durante años.
Los niños, te decía, son animales… pero en el fondo son peores: los humanos somos los únicos que matamos sin estar amenazados, comemos sin tener hambre y sabemos mentir (esto último imagino que me lo matizarás, pero me refiero a la mentira como acción mental deliberada y sin un fin concreto). Y, además de todo lo anterior que aplicamos los humanos, los niños son capaces de usar sus armas de forma desmedida, ya sea en lo verbal o en lo físico. Viven en un mundo un tanto falto de regulación para esas cosas.
Muchos pensadores nos podrían servir para explicar procesos de aprendizaje que tu recién nacido atravesará: desde Freud (que era un poco demasiado sexual para mi gusto y todo lo reducía a eso) hasta Nietzsche, si me admites la broma, cuando al pequeño le llegue la frase del 'no a todo' y las pataletas, que le llegará también. No es que sea un Kierkegaard o un pequeño existencialista cabreado con el mundo, es que -volviendo al conductismo- querrá probar cuál es su poder de presión sobre sus sufridos padres. En esto debo decirte que tú fuiste fácil de llevar, espero que tengas la misma suerte que yo.
Y hablando de mí, y de tu madre, que está loca de ganas de volver a veros y eso que acabamos de irnos del hospital, me acuerdo de un último pensador que, en este caso, te influirá a ti más que al niño. De hecho, tampoco es filósofo, sino economista, pero tal como están las cosas tampoco es una tontería incluirlo. Se trata de John Maynard Keynes, un revisionista del capitalismo y padre de la macroeconomía moderna.
Un tipo peculiar este Keynes: hablaba de intervención pública para equilibrar balanzas cuando los más liberales aborrecen la idea de intervención pública y creen en la autorregulación. Pero Keynes, al margen de estas cuitas, reflexionó acerca de los multiplicadores de, por ejemplo, la inversión. Venía a decir que si tú tienes 100, gastas (pongamos) 80 en comprar cosas y ahorras 20, generas que otro (pongamos uno solo) reciba esos 80 y, por ejemplo, gaste 40 en comprar y ahorre los otros 40. Este proceso puede variar en tasas de ahorro y gasto, y también puede estirarse al infinito. Su teoría era que una inyección inicial de capital en el sistema generaba un movimiento mucho mayor, ya que él contaba no sólo los 100 iniciales, sino los 80 de la segunda compra, los 40 de la tercera… y así sucesivamente. Y eso sin contar el ahorro.
¿Que qué tiene que ver esto con lo que te decía de que tu madre ya quiere volver a veros? Con que a ver si eres capaz de hacer como él y multiplicas en este caso el tiempo para tenerlo para todo: para tu trabajo, para tu hijo, para tu mujer… y para nosotros de vez en cuando. Un niño, en cierto modo, es un multiplicador en sí mismo, y siempre de cosas buenas.
Me dejo un montón de referencias que creo que podrían ayudar en muchos aspectos de esa difícil tarea que ahora comienzas, Habermas, Adorno o Platón, por aquello de cómo enseñar, la dialéctica, la mayéutica y la metáfora de la vida que es la caverna. Pero no quiero aburrirte, para variar. Sólo desearte suerte en este nuevo camino que yo tomé contigo años atrás y ahora tú tomas con tu hijo.
Todo camino, todo proceso, termina, aunque no termine. Aunque yo ya no te eduque a ti sino que eres tú el que va a educar a otro, tú seguirás aprendiendo, con él y con otros. Relativista, me llamarás, por aquello de la paradoja. Pero no, sabes que no soy de esos: hay cosas que nunca terminan, como el bucle de educar a los hijos, y otras que sí terminan, como esta carta.
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