EL INGENIO DE RICHARD TURERE
El niño masái que espantaba a los leones con su propio invento
Los masáis defienden con uñas y dientes su ganado de los depredadores, y para ello cuentan con un recurso inventado por un ingenioso niño de 13 años perteneciente a la tribu.
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El Parque Nacional de Nairobi, en Kenia, es un monumento a la convivencia del hombre y la fauna, tanto que no hay valla perimetral para acotar el recinto y los animales comparten el ecosistema con tribus milenarias. La lucha por la supervivencia es una batalla constante entre los depredadores carnívoros y los pastores masáis, que defienden su ganado con lanzas desde que fueron deportados por los colonos ingleses… hasta que llegó el ingenio del joven Richard Turere, un niño masái de 13 años que ha crecido cuidando el ganado de su humilde familia en la pequeña localidad de Kitengela
El pueblo Masái vivió siempre en un área que se extendía desde el Lago Victoria hasta el Océano Índico. En 1895 llegaron los británicos y establecieron un protectorado en lo que hoy es Kenia, reduciendo su territorio en un 60% y obligando al ‘traslado voluntario’ y sin derecho a compensación a más de un millón de aborígenes. El pueblo, nómada y entregado al pastoreo, tuvo que adaptarse a un territorio mucho menos fértil y productivo al sur del Valle del Rift.
Richard creció ignorando la merma de calidad del territorio que le había tocado ocupar. Él siempre convivió con todos los depredadores del parque y luchó por defender a sus vacas. Los masai creen que les pertenece todo el ganado de la tierra que habitan y que su supervivencia depende de la salud y fortaleza de sus animales. Por eso enfocan su existencia en el cuidado obsesivo de su rebaño.
Pero la compresión del ecosistema y la falta de espacio aceleraba los instintos carnívoros de las fieras, en especial de los leones. Cada mañana el panorama era desolador. Richard se despertaba con vacas destrozadas, terneros mutilados o piezas totalmente desaparecidas. La gota que colmó el vaso fue encontrar a la joya de la corona, su único toro, degollado por la misma manada de leones con los que convivían a escasos metros. Había que hacer algo.
La tragedia diaria había cultivado un odio enfermizo por aquella manada en un problema que se extiende a todo el país. Los colonos, con la connivencia de masáis, matan a los animales salvajes para buscar esa protección a sus rebaños. Durante la última década, la población de leones en Kenia ha disminuido de 15.000 a sólo 2.000 unidades. Una tribu cuyos principios de supervivencia se basan en el respeto al entorno ahora se encuentra mutilada y pervertida por la ambición y la vanidad de aquellos colonos que achicaron sus tierras hace un siglo. Adaptarse o morir.
Richard pensó en iluminar con antorchas el recinto de sus animales. Una idea salida de algún libro de aventuras occidental que no responde a la realidad de ningún instinto. Los leones encontraban ahora más fácilmente el camino hacia su festín hasta en las noches más cerradas. Dos ovejas muertas.
El segundo paso fue modelar un espantapájaros. Una técnica también milenaria pero que solo funciona con animales de cerebro menos evolucionado. Los leones son muy listos. Saben identificar un objeto inerte de un ser vivo, aunque esté disfrazado con las manchas de una cebra o los colores de una gacela. Funcionó solo una noche.
Desesperado por la pérdida de piezas, Richard montó una guardia nocturna permanente para evitar el saqueo. Horas y horas paseando por los alrededores del establo y espantando a los depredadores. En sus interminables jornadas nocturnas observó que los leones huían cuando notaban la presencia humana en las granjas de ganado, pero solo cuando estaban despiertos. No entendía cómo los leones eran capaces de adivinar si los granjeros dormían o no. Hasta que se le encendió la ‘luz’.
Efectivamente. Los leones no son capaces de distinguir a humanos dormidos desde la distancia, simplemente rechazan cualquier luz nocturna que se mueva más deprisa que la luna. La sombras de un granjero con una linterna o pasando por delante de un foco de luz eran suficientes para provocar respeto. Una antorcha clavada y estática es solo una invitación a la curiosidad animal, una antorcha en movimiento es una auténtica amenaza… Pero era impensable un mecanismo automatizado de antorchas en movimiento. Había que diseñar algo más viable.
Aprovechando su pasión por la escasa electrónica del poblado (su madre le había castigado alguna vez por desmontar la única radio de la familia) diseñó un mecanismo elemental de luces parpadeantes. Una batería vieja, unas cuantas bombillas led extraídas de linternas rotas, decenas de calambrazos y un conmutador de intermitencia de una motocicleta abandonada para provocar ese titileo lumínico que provocase el rechazo animal.
La idea era que las luces parpadeasen en secuencia para dar la impresión de que alguien está caminando. El sistema funcionó a la perfección, tanto que los leones tuvieron que buscarse la vida en fincas vecinas, trasladando el problema (y también la solución) a todo el poblado. Muy pronto Richard instaló el sistema en todas los establos de su vecindario e incluyó un sencillo panel solar para autoabastecer de energía el artilugio.
Su invento llamó la atención de los agentes nacionales, muy preocupados por estos problemas. No en vano, el gobierno Keniano gasta al año unos 71 millones de chelines en indemnizaciones por daños al ganado y a sus dueños en los conflictos del hombre con su fauna. Unas 800 cabezas de ganado mueren degolladas por fieras cada año. El sencillo invento, con un coste de menos de 10 dólares, minimiza esos daños con una inversión 1000 veces menos que la empalizada.
Hoy Richard disfruta de una beca de estudios en una de las mejores escuelas de Kenia, la Brookhouse Internacional, gracias a su ingenio y a los Amigos del Parque Nacional de Nairobi , que fueron los primeros en dar cobertura mediática a esta fabulosa historia que acabó en una imperdible conferencia Ted.
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