Florian Huber
Traducción: Joan Eloi Roca
Editorial: Ático de los libros
Año de publicación original: 2002
"Al final, la única opción que les quedaba a muchos era ahorcarse. Los solteros lo hicieron solos. Los matrimonios iban juntos hacia la muerte. Madres ancianas y sus hijas adultas, o familias enteras, como la de Büchner, jefe del Servicio Nacional del Trabajo. La viuda de un maestro herrero vivía en el número 1 del camino de Schwedenwall con sus dos hijas y un nieto.
El 1 de mayo, los cuatro murieron en la horca. Un día después, un tornero, su esposa y la mujer de un obrero de cuarenta y tres años se ahorcaron en la misma casa. Aquello significaba que casi todos los habitantes de la casa se habían ahorcado en tan solo veinticuatro horas".
Apenas se había hablado de este aspecto tan concreto como es el de los suicidios en masa
Puede que sea raro, no lo solemos hacer, empezar una reseña transcribiendo un párrafo del libro al que hacemos referencia, pero en este caso era necesario. Si te has quedado con la boca abierta leyendo unas pocas líneas, ya te aviso de que en Prométeme que te pegarás un tiro, Florian Huber (autor y productor de documentales) te dejará así a lo largo de sus poco menos de trescientas páginas.
Mira que la Alemania nazi y su final, Segunda Guerra Mundial mediante, puede ser uno de los periodos históricos más ampliamente documentados y tratados tanto en ficción como en no ficción, pero apenas se había hablado de este aspecto tan concreto como es el de los suicidios en masa que se produjeron en los meses previos a la caída de Hitler allá por mayo de 1945.
Única salida: suicidarse
Solo unos días antes del final de la Segunda Guerra Mundial, en abril de 1945, se registraron en Berlín 3881 suicidios, más de la mitad de los 7057 que se produjeron en todo el año. La pregunta es por qué. Por qué tantas personas acabaron con sus vidas y las de sus hijos cuando sintieron que serían derrotados por los aliados. Por qué especialmente en esta guerra se produjo este fenómeno que no se ha registrado en otros conflictos. Las respuestas son muchas.
Quizá los suicidas más famoso de todo el Tercer Reich sean el Führer, Adolf Hitler, y su mujer, Eva Braun. Están tan documentados cómo fueron sus últimos momentos que sabemos exactamente qué hicieron y cenaron antes de quitarse la vida en aquel búnker de Berlín y qué ocurrió exactamente después.
Sólo unos días antes del final de la Segunda Guerra Mundial, se registraron en Berlín 3881 suicidios
Tras despedirse de sus incondicionales y la gente del servicio, la pareja, recién casada, se aisló en una habitación privada. No sabemos, eso sí, qué se le pasó a Braun antes de meterse en la boca la cápsula de cianuro que acabó con su vida ni en qué pensaba exactamente Hitler cuando se introdujo el cañón de su pistola en la boca y apretó el gatillo.
Sí sabemos que Hitler quería evitar a toda costa acabar como Mussolini, colgado por los pies y humillado incluso después de muerto, por eso ordenó a los suyos que tanto su cuerpo como el de su amor fueran inmediatamente incinerados. Y así fue.
Les siguió su hombre de confianza y Ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, quien se quitaría la vida junto a su mujer, Magda Goebbles, después de que esta acabara con la vida de sus seis hijos con cápsulas de cianuro. Esto escribió ella en su diario antes de matarse. "No vale la pena vivir en el mundo que viene después del Führer y del nacionalsocialismo, y por eso me he llevado a los niños conmigo. Son demasiado buenos para la vida que viene después de nosotros, y un Dios bondadoso me comprenderá si yo misma les doy salvación".
Y en esas palabras, según Florian Huber, están las respuestas a esta ola de suicidios que se extendió a lo largo y ancho del país.
El miedo como arma
Como cuenta el historiador, la propaganda nazi se había encargado de inocular el miedo a los aliados en la población, pero si bien su intención fue la de despertar en los alemanes un sentimiento de valor para luchar por sus ideales, lo que consiguieron fue aterrarles hasta el punto de que ante la llegada del Ejército Rojo y de las tropas estadounidenses mucha gente se quitara la vida por miedo a lo que les pudiera ocurrir. Y un vez más, las mujeres fueron las primeras víctimas.
La primera parte de Prométeme que te pegarás un tiro (frase extraída de la carta de un padre a su hija, a la que prefería muerta antes que víctima de los militares aliados) recorre las horas en torno a la entrada de los aliados en Demmin, una encantadora ciudad en Pomerania Occidental al nordeste de Alemania. Rodeada de ríos, la ciudad se convirtió en una trampa para sus ciudadanos cuando fue sitiada en 1945 y volados los puentes que permitían la entrada o salida de esta.
La propaganda nazi se había encargado de inocular el miedo a los aliados en la población alemana
Los militares soviéticos que accedieron a ella comenzaron el saqueo de las casas en busca de comida, alcohol y mujeres. Muchas de ellas fueron violadas repetidas veces por los soldados, algunas incluso a la luz del día en plena calle. Se estaban comportando como las bestias salvajes que la propaganda nazi les dijo que eran y muchas familias, incapaces de huir de allí físicamente, trataron de huir de otra manera.
Como se refleja en este libro, muchos se envenenaron, y los que poseían armas se pegaron un tiro antes de pegárselo a sus parejas o hijos. Un buen puñado se ahorcó en sus casas o en los bosques cercarnos. Hay quien se cortó las venas de las muñecas (bastantes con la mala fortuna de hacerlo mal y sobrevivir, pero con las manos inservibles por haberse tajado los tendones) y la gran mayoría optó por ahogarse en los estanques y ríos que rodeaban el lugar.
La mayoría fueron mujeres (puesto que los hombres jóvenes llevaban años en guerra) que colgaron mochilas con lastre a la espalda de sus hijos o les sumergían la cabeza en el agua hasta que dejaban de patalear para luego ahogarse ellas mismas.
El fin de su mundo
Pero solo el miedo no justifica las miles de muertes. Entonces, ¿qué? Como apunta el Huber, muchos suicidios, como se intuía en las palabras de Magda Goebbels, se debieron a la sensación de que el mundo tal y como lo conocían se iba a acabar y lo que venía ya no tenía sentido ni interés para ellos. Y hay quienes, como se recoge en alguna carta, comprendieron de repente que habían servido a unas ideas que habían causado mucho daño. La culpa, vaya, se apoderó de ellos.
Y todo esto lo sabemos por las cartas o entradas en los diarios personales de estos suicidas antes de dejar este mundo, cuyos extractos van trufando las páginas de esta investigación histórica. Un documento que nos hace ver esta oscura etapa de nuestra historia desde una nueva perspectiva en un texto ágil, que se si bien en algún momento gira demasiado en torno a sí mismo, se devora como un bocadillo de tortilla un día de piscina.