George Plimpton
Traductor: José C. Vales
Editorial: Libros del kultrum
Año de publicación original: 1997
Por Álvaro Rivas
Capote valía mucho más por lo que escribía que por lo que callaba. Y es de celebrar que alguien le dé la vuelta a ese dicho tan tonto y tan fútilmente usado. Pero, ¿quizá se le fue la mano, la tecla, con tanta indiscreción literaria? Es verdad que callar, callaba poco.
Le acusaron de altísima traición y alguna no volvió a hablarle jamás
-«(…) ningún hombre llega a nada cotilleando en público. No favorecerá a tu reputación.
-»Me importa una mierda».
El pequeño gran escritor no estaba para riñas colegiales por haber sido el niño malo, el chivato que contó en La Côte Basque (revista Esquire, 1976 ) intimidades, infidelidades frustraciones y guarrerías varias de sus cisnes, sus amigas ricas y famosas de Nueva York.
Le acusaron de altísima traición y alguna no volvió a hablarle jamás. Pero la advertencia que le hacía la periodista y también muy cotilla Liz Smith se quedó corta. No solo no favoreció su reputación aquel artículo. A la larga, fue el inicio de su muerte social. Al menos, para aquellas voces y en aquellos ámbitos. El resto del trabajo sucio lo hicieron la cocaína y el vodka bien frío desde la hora del desayuno.
Capote en la voz de 200 testigos
Lo vemos claramente en este libro. Capote un día encandilaba a todos, todas y todes y al día siguiente los decepcionaba uno a uno porque era un liante de cuidado, caprichoso y altivo. Se aproximó a ellos como un periodista empotrado a un ejército en combate, buscando la faceta artística del periodismo, como él mismo lo explicaba en el inspirado prefacio de Música para camaleones. Pero se acercó demasiado al peligro porque acabó creyendo que era uno de ellos.
En esa charla-coloquio mastodóntica participan todos los que pintaban algo en la alta sociedad norteamericana
Más de doscientos testigos desfilan por esta particular biografía del autor de Ataúdes tallados a mano, compuesta de manera que el lector parece asistir a una conferencia donde se dan y se quitan la palabra unos a otros. Y en esa charla-coloquio mastodóntica (prepárense, porque son 600 páginas) participan todos los que pintaban algo en la sociedad -alta- norteamericana de la segunda mitad del siglo pasado -el libro es de 1997, pero ésta es la primera vez que se traduce al castellano, con motivo de los 100 años de su nacimiento-.
El escritor, aristócrata, deportista, soldado, aventurero y músico -un viva la vida tremendo, ya ven- George Plimpton se encargó de registrar primero e hilvanar después las industrias, andanzas, vivencias y opiniones que Capote compartió con Gore Vidal, Norman Mailer, Joan Didion, Paul Bowles, Mia Farrow, John Houston, Lauren Bacall, Harold Prince, Katherine Graham y otros muchos elementos gloriosos de aquel entonces, de aquellos tiempos de felicidad y ostentación para ellos, sobre todo si procuraban no pensar en los Kennedys muertos, en lo de Luther King, en Vietnam, Nixon, después el sida, o la homosexualidad inconfesable que Capote, por cierto, nunca ocultó. Un homosexual poco ejerciente que amaba a las mujeres por su complejidad, tan literaria para él, y se aburría de manera soberana con los hombres por simplones y básicos.
Fiestas, funerales y ternuras
Plimpton logra que todo este coro realice grandes descubrimientos para capotistas y no capotistas. El funeral del escritor, por ejemplo, lo firmaría él mismo si levantara la cabeza. Se despellejan unos a otros con mucha elegancia criticando actitudes y discursos, presencias y ausencias. Hay discusiones incluso por sus cenizas.
Lo criticaron, porque los retrataba como nadie. Los vampirizó, pero suplicaban su compañía. Al final se desangró casi en soledad
El relato en comandita de la fiesta más famosa del siglo XX, la fiesta en blanco y negro, así llamada, organizada por él en el Hotel Plaza de Nueva York, nos da para una noche de lectura y de gran debate, porque ocupa varios capítulos, en los que se habla del glamour jamás alcanzado y también del aburrimiento más solemne.
Hay carnaza y mucha contra el autor de Desayuno en Tiffany´s, pero también pasajes que demuestran cómo Capote, quizá por un sentimiento de culpa, era capaz de ejercer la mayor de las ternuras sin pedir siquiera un mínimo reconocimiento público que no sería sorprendente en él.
Los utilizó, es verdad, pero le usaron a él como a una mascota. Lo criticaron, porque los retrataba como nadie. Los vampirizó, pero suplicaban su compañía. Al final se desangró casi en soledad.