Luis Mariñas abrió los informativos de la cadena pública española con una noticia sorprendente: "Testigos presenciales señalaron que seres extraterrestres de tres o cuatro metros de estatura habían descendido de la nave, un enorme disco luminoso". Era 1989. Habían llegado los extraterrestres y todo el mundo se hacía eco.
La prensa los describía como "gigantes". Iban acompañados por un robot y los testigos los dibujaron con diminutas cabezas de tres ojos. "El ojo central giraba como un radar", contaba a los medios uno de los investigadores desplazados al lugar, Slava Marlinov.
La agencia oficial de noticias soviética, Tass, había lanzado la información con todo detalle. La americana AP se subió al carro y, con cautela, pero totalmente en serio, el resto de medios la publicaron, dedicando reportajes especiales y mandando a la zona a sus corresponsales. "Ni la lluvia ni los curiosos han conseguido borrar las huellas del platillo volante", relataba entonces Luis Alberto Rivas, el corresponsal en Moscú de TVE.
Con grafismos incluidos, se explicó cómo el ovni aterrizó en un parque en la ciudad de Vorónezh, a 500 km de Moscú, en la antigua Unión Soviética. Los testigos del avistamiento eran unos niños. "Cuando ellos salieron de la nave, yo me quedé inmóvil, paralizado", contaba uno de ellos a las cámaras.
Y aún hoy la historia sigue viva. Lo ha comprobado Daniel Utrilla en su libro 'Mi ovni de la Perestroika'. Todo parecía entonces muy real, incluso los investigadores desplazados a la zona hablaban de niveles inusuales de radiactividad. Parecían los últimos coletazos de una Rusia soviética en la que habitualmente se echaba mano de lo paranormal para desviar la atención de los problemas reales.
Solo un mes después un comité científico decretó que no había pruebas de nada. Pudo ser un intento de apertura, de modernidad, una maniobra para sumarse a unos avistamientos que en los 80 sucedían en todo el planeta. Pero aún hoy, más de 30 años después, los testigos siguen manteniendo su versión.