Gabriel García Márquez escribió en una ocasión que todo el mundo tiene tres vidas: "la pública, la privada, y la secreta". En la secreta, claro, está aquello de lo que no se habla ni en privado ni en público, y en la que el sexo suele ser un punto central. ¿Por qué no hablamos de nuestra sexualidad? Al fin y al cabo, si todos estamos aquí ahora mismo es porque dos personas antes tuvieron relaciones sexuales, y así sucesivamente. Sobre esto escribe Kate Lister en 'Una curiosa historia del sexo'.
Vibradores, impotencia, olores, clítoris, coños y sí, también putas. Por supuesto, de prejuicios supuestamente médicos basados más en creencias que en ciencia. De todo esto habla la historiadora en este interesantísimo ensayo que incluye las conclusiones de una investigación de años alrededor del sexo, sus tabúes, sus estigmas y, también sus disfrutes.
Entre estos temas habla de palabras y su importancia. Las reconoce como uno de los medios más eficaces de control social y recuerda de dónde vienen, invitando a reflexionar sobre por qué ciertos términos son estigmatizantes y si deberíamos darle la vuelta a sus significados.
"Cuando un término ofensivo es recuperado y reivindicado por las personas a las que antes estigmatizaba, se convierte en una acción desafiante: quita el poder a los opresores, impulsa una identidad dentro de los antiguos oprimidos y señala con dos dedos políticamente incorrectos el orden establecido", explica Lister.
¿Quiénes eran las putas de antaño?
Como ejemplo por antonomasia de estas palabras-insulto la autora destaca el de la palabra puta. De acuerdo con su investigación, afirma que se trata de una palabra "histórica y culturalmente compleja". De hecho, recuerda que "está cargado de más de mil años de intentar controlar y avergonzar a las mujeres estigmatizando su sexualidad". Y en la sexualidad está el quid de la cuestión.
La autora sorprende al contar que en el siglo XII 'puta' era un término ofensivo, sí, pero solo para señalar a aquella mujer dueña de su sexualidad, una mujer que fuera activa sexualmente era una puta, sin tener nada que ver el concepto con la prostitución. De hecho, el mismísimo Shakespeare utilizó varias veces esta palabra en sus obras, pero nunca como sinónimo de trabajadora sexual, sino como sinónimo de 'mujer promiscua'.
"Una puta no es una trabajadora del sexo, es una mujer que tiene autoridad sobre un hombre y que debe ser avergonzada para que guarde silencio a toda costa", reflexiona Lister, que insiste en señalar en que históricamente la palabra puta ha sido usada para "atacar a quienes (...) se han defendido a sí mismas, casi siempre en un intento de reafirmar el control sexual y el dominio sobre ellas".
Es más, el estudio de Lister tiene una conclusión clara: la palabra 'puta' no estaba ligada a una profesión, "sino a un estado moral percibido". De hecho, menciona a muchas 'putas' históricas, mujeres a las que se les llamó así sólo por plantarse ante un sistema opresor: Mary Wollstonecraft (filósofa inglesa, una figura esencial en el feminismo), Phoolan Devi (bandolera india) o la mismísima Margaret Thatcher (primera ministra de Reino Unido durante 11 años).
Llamar a una mujer puta era y es ofensivo, pero los motivos han ido evolucionando a lo largo de los años. De hecho, durante varias décadas fue delictivo en países como Reino Unido. Ahora no es delito, pero sí grosero. Con todo, Lister saca una conclusión interesante: "Puede ser un término insultante, pero tiene sus raíces en el miedo a la independencia y la autonomía sexual de las mujeres".
De hecho, Lister ve claro que la evolución del significado de esta palabra ha tenido pocos cambios en lo que se refiere al intento por controlar a las mujeres que quieren ser libres y actúan como tal: "Traza las actitudes culturales en torno a la sexualidad femenina", insiste. Por ello, ella aboga por llamar putas a las mujeres no como algo vergonzante, sino para "desinflar la vergüenza". Si una puta es una mujer que ejerce su libertad en público y privado, entonces todas somos putas. "Todas somos unas putas históricas", concluye.