A veces, de manera esporádica pero con bastante contundencia, le deseo la muerte a alguien. Pero otras veces, las que más, me conformo con una mala racha para otro; sueño que al homófobo el niño o la niña le salga con querencia hacia los de su mismo sexo, al racista una nuera o un yerno de muy lejos, y al jefe que me esquilmó la autoestima un ERE que lo condene al ostracismo total.
Una vez me puse muy borrica con un grupo de aficionados del Madrid de baloncesto y tuvieron que sujetarme; otra vez me levanté furiosa porque el de la mesa de al lado estaba violento y faltón con los que le aguantaban la comida pero mi madre me dijo "Mari, por favor" y me convertí en un adorable y obediente cachorro de Golden retriever.
Tengo un pronto terrible y lo pago con la pantalla de la tele. Ahí me convierto en un ser abominable y cobarde, porque sé que el destinatario de mis improperios nunca me escuchará ni me devolverá el piropo. Alguna vez fantaseo con mi mejor amigo con el destino de algunas personas que compartimos por el camino. Luego nos entra la risa porque ambos sabemos que nuestra religión, que es la de la vagancia, nos impediría ejecutar cualquiera de esos planes. Y es esa vagancia la que me impide contestar a los faltones en las redes. Hago justo lo contrario del mandato de esta sección: veo, miro y me callo. No es cobardía, que también. Es pereza.
Que te manden un sobre con cuatro balas y te amenacen junto con el resto de tu familia no tiene ni pizca de gracia. Que te manden un sobre con una navaja con gotas de algo que parece sangre habría puesto del revés a cualquiera.
Que reaccionemos al instante condenando ese gesto es lo normal. Lo que es impropio es asegurar, porque lo he leído en un whatsapp que han puesto en el grupo de padres de colegio, que asegura que es mentira, un montaje, una cosa de llorones que no saben ser tipos duros. Lo que es vergonzoso es mofarse en un mitin, sobre todo cuando minutos después cuentas que tú y tu familia lleváis a las espaldas años de amenazas. Como si hubiera sustos reprobables y otros más que merecidos.
Imagine que está en su lugar de trabajo. Alguien se acerca y le entrega unos cuantos sobres. Los abre, porque eso forma parte de sus cometidos profesionales. De uno de ellos saca una navaja, de esas que puedes comprar en cualquier área de servicio de esta nuestra querida España para llevar en la guantera. Tiene gotas de sangre, o de pintura, o de lo que sea. Incluye una nota llena de palabras inconexas, un remite escrito a mano, una destinataria cuyo nombre aparece escrito entre comilla simple: 'Reyes' 'Maroto'. El susto es, como mínimo, morrocotudo. No te da tiempo a comprobar si la cosa es en serio o una broma de mal gusto y sales del despacho. Llamas y lo cuentas. Y una cosa lleva a la otra.
Adriana Lastra participa en un acto de campaña electoral del PSOE y lo cuenta y lo denuncia en cuanto se entera. Los candidatos del 4M corren a hacer lo propio. Solidaridad, condena, democracia. Un rato después, la policía identifica al remitente. Un vecino de El Escorial con un problema de salud mental. Y llegan las risas y el jolgorio. Minimizan la amenaza porque viene de alguien que no está en sus cabales y de paso se parten de risa. Como si un problema de salud mental conllevara de manera inmediata a la violencia. Son cosas de tarados, dicen, así una vez estigmatizados los enfermos ya podemos volver a las gilipolleces de siempre. Los extremos, que son malísimos, trajeron estos lodos. Lo mismo dan unos que otros. ¿Y Begoña Villacís, qué? ¿Y Rosa Díez? ¿Y Cifuentes? Es el karma, amigos. Implacable como el mercado.
Ojalá algo así, en broma o en serio, nunca les pase.