Fue el primer hombre al que le pedí un hijo. Se lo grité muy alto, pero no distinguió mi voz porque otras 15.000 personas le estaban solicitando lo mismo. Entre ellas estaba también la de mi hermana, que fue la que inculcó la religión de Bosé desde que mi madre y mi padre volvieron a casa del hospital conmigo en brazos.
Ese día, el del furor por la maternidad cuando sólo tenía 14 años, estábamos en la Plaza de Toros de Las Ventas. Ya nos sabíamos 'Sevilla' y llorábamos con 'Te amaré'. Éramos seres entregados a aquel profeta caído del cielo. Un ser exquisito, la mejor nariz y el mejor perfil posibles, una sonrisa letal con el vocabulario de alguien que lleva decenas de libros a las espaldas. La chulería y la torería en muchos centímetros de altura. Un hombre de escasa voz que nos bajaba las defensas y nos disparaba la líbido. Bosé, ser divino. Eterno, inmortal.
El cantante y actor (madre del amor hermoso, qué historial interpretativo) ahora tiene tripa, como tenemos las que hemos parido y no hemos tenido fuerza de voluntad para hacer abdominales ni pasta para contratar un entrenador personal. Bosé se ha quedado sin voz y, como diría mi amiga Inés, necesita que le atiendan unos señores.
Urge que alguien le aterrice, le explique las cosas de otra manera, le diga que tuvo que haberse retirado con 'Papito' tras haber jugado a ser empresario con aquel negocio de jamones de Extremadura y aquel hotel llamado Rocamador con los que fracasó como yo con mis deseos de engendrar una criatura suya. En estos años ha tenido cuatro hijos aunque ahora diga que son dos. Cosas de la gestación subrogada, ese gran lío, de criaturas a la carta.
Miguel Bosé, ilustre ciudadano panameño nacido hace 65 años, es un ser extraordinario. Hablamos ahora de su cabecica loca por el negacionismo del coronavirus, sus locas conspiraciones y su tono asertivo. Pero los que tenemos memoria y mitomanía recordamos una rueda de prensa en Perú en la que sacó a pasear el lado maleducado del divo que está hasta los mismísimos de que le pregunten gansadas.
Es un Bosé bronco, chulesco, pasado de rosca, que se ríe de las preguntas de la prensa -que se dirige a él con veneración y respeto infinito- con un tono soberbio. Es un señor con el que apetece hacer de todo menos convivir. No se sabe si así es más Bosé que Miguel. En todo caso, es insoportable.
Así se lo confiesa a Jordi Évole en esta primera entrega de 'Lo de Évole', que es mejor ser su perro que su novio. Dice que ha regalado de todo por amor. Casas, coches. "A señoras", dice con esa voz que esta última etapa de su vida le ha dado. Ha quemado la chequera por cariño, aunque destila infelicidad. Es un hombre al que le falta desinterés y le sobra fama, ésa que le ha rodeado desde la cuna.
Bosé sonríe y nos desarma, como cuando dice que en 1956, el año en el que nació, sólo otra persona le igualó en portadas y se llama Carolina de Mónaco. Es fruto de una casta privilegiada y terrible. De la belleza, del triunfo, de cierta impunidad de la que goza ese tipo de clase acomodada que se siente exenta de cumplir las normas. Bosé nació y siendo pequeño en casa recibían visitas del dictador, de Picasso (que fue quien le enseñó a bailar) y de Hemingway. De haberme pasado lo mismo, habría implosionado.
Su discurso ahora es peligroso y minoritario, pero me cuesta exigirle ejemplaridad (si es que se trata de eso) a alguien que no tuvo la infancia de ningún español (tampoco panameño) nacido en 1956. Es un hombre plagado de excesos y de excentricidades que cree estar en posesión de la verdad. Es un anciano con el que no nos queda más remedio que ser benévolos y seguirle la corriente.
No vamos a hacerle cambiar de opinión, como no pude yo convencer a mi madre de que distingo un buen corte de carne. Bosé nos ha hecho muy felices y ahora necesita ayuda. Tiene poco del Superman con el que arrancó algunos de los primeros suspiros. Creíamos que Bosé era un ser divino pero es tan mortal e imperfecto como cualquiera de nosotros. Cuanto antes lo asumamos, mejor.