"¿Tú sabes poner cadenas?"
"¿Yo? ¡Pero si soy de Cádiz!"
Minutos antes de que terminara el programa 'Más Vale Tarde' del pasado viernes, el periodista José Luis Roig le hacía esta pregunta a José Yélamo, uno de los presentadores de esa tarde. Los que escuchamos este brevísimo diálogo nos partimos de risa, pero en bajito, porque aún estábamos en directo. A las ocho de la tarde, cuando empezó el informativo y nos libramos del micrófono, y medio Madrid contemplaba el inicio de la hora punta de Filomena, comenzó la odisea.
Seamos sinceros. Los periodistas estamos todo el día protestando por la precariedad del oficio con la misma intensidad con la que estamos deseando aburguesarnos. Por eso da tanto gustito que nos digan que para ir a trabajar nos ponen un taxi que no pagamos. Por eso agradeces tanto despreocuparte de la vuelta a casa, porque sabes que tendrás a un señor en la puerta, que dirá tu nombre, y te dejará donde le digas en media hora como mucho.
Mientras agarrábamos los abrigos y nos colocábamos las mascarillas, los compañeros nos advirtieron de lo que nos esperaba fuera. "A ver cómo volvéis". "No se os ocurrirá ir en coche, ¿no?". Entonces empezamos a mirarnos y Yélamo le preguntó a Isabel Zubiaurre, responsable de metereología de la cadena:
"Oye, tú como experta ¿qué harías?"
"Yo me quedo esta noche en un hotel de aquí al lado, que mañana tenemos especial".
"¿Y si fueras nosotros?"
"En metro, por favor. En coche ni se os ocurra".
En menos de cinco minutos caminábamos José Luis Roig, José Yélamo, Hilario Pino y esta humilde servidora bien cerquita y agarrados del brazo como bailarinas de can can. Ateridos de frío y diciendo cosas muy agradables para que se hiciera más corto el camino, tipo: "¿Habéis visto 'Viven'?". Para cuando llegamos a la parada de metro ya nos habíamos resbalado varias veces y renegábamos del calzado y de la vida. Pero lo bueno empezó después. Al menos para mí.
Los malos patriotas que carecemos de carnet de conducir siempre somos los calimeros de la película. A la mínima el personal lamenta que tardes siete veces más que el resto en llegar a los sitios, que aguantes esperas en marquesinas o en andenes, que vayas aprisionado entre codos y bolsos ajenos, y se pasa el día compadeciéndote. Hace un tiempo un analista político me dijo, mientras me acercaba a casa en su coche, que de ser por él pondría obligatorio por ley tener el permiso de conducir. El viernes fue, nevada mediante, nuestra particular y definitiva venganza.
Tener que explicarle a tres colegas y a un médico de atención primaria que acudió para hablar del coronavirus el trayecto que tenían que seguir para llegar a casa, los transbordos, cómo sacarse un billete de metro y cómo en la línea 10 de metro de Madrid tienes que bajarte en la parada de Tres Olivos, vayas a donde vayas, porque cambias de ramal, fue y será probablemente el único momento de superioridad moral en mi vida.
Tanta fue mi seguridad en mí misma que llegado el momento, les dije delante de la máquina expendedora: "Tranquilos, que esto os lo financio yo". Por seis euros, los tenía bebiendo de mi mano.
En el viaje nos dio tiempo a hablar de nuestras cosas, pude explicar que la parada de la sede de Telefónica se llama Ronda de la Comunicación, que la cobertura, oh paradojas del destino, es regular en ese tramo hasta llegar a la parada del Hospital de la Paz. Una mezcla entre madre con afán de enseñar a sus criaturas y guía turística. En cuanto repartí a mis polluelos en sus respectivas paradas, eché un vistazo a las redes sociales. Las fotografías de los estragos de Filomena en el paisaje se alternaban con las de otros compañeros fotografiándose en el metro, como si hacerlo supusiera la mayor aventura de sus vidas.
Tardé la misma hora y media de siempre en llegar a casa y animé a mis compañeros de viaje que, cuando tengan ganas de echar un ratito para rematar conversaciones pendientes, el metro seguirá ahí, recibiéndoles con los brazos abiertos. Pero yo ya no financio más el viaje.