El 8 de marzo de 2020 me hice un hueco como pude en la manifestación, más o menos a la altura del Jardín Botánico. Caí en un grupo festivo, bastante animado. Empezaron los cánticos, bastante fáciles de memorizar, y me convertí en una más.
Todo iba bien y yo me sentía mejor que nunca, bastante emocionada por el asunto y sin saber que ese día sería el último que yo vería a mi madre. Una mujer que se habría echado las manos a la cabeza si supiera que ése era mi plan de domingo por la tarde. De ese viaje venía yo. Cansada pero segura de lo que estaba haciendo.
Llegando al Museo del Prado el repertorio fue cambiando y ahí me empezaron a chirriar los mimbres. Me dejó de hacer gracia criminalizar a según qué personas y asuntos e hice lo que hago casi siempre que hay conflicto. Me marché.
Salí por los laterales, saludé a algunas personas que me encontré por el camino. Acabé siendo parte y observando a la vez. Las batucadas (yo solo podía pensar en el dolor de brazos que tendrían esas criaturas a la mañana siguiente), mujeres de todas partes e ideologías. Banderas palestinas, con los colores del arcoiris y también de España. Mucha pancarta, muchos lemas logrados, otros no tantos. Gente de muchas edades, tres y cuatro generaciones juntas. Aquello, a pesar de los agoreros, era una fiesta.
Lo pasé muy bien ese día porque como en tantas otras cosas tengo una cintura anchísima. Tiendo a ir por la vida pensando que cabemos todos en los feminismos, porque nunca hubo solo uno. El de Ana Botín y el de la migrante que limpia por horas y que nunca verá un contrato. Cabemos todos como también se esperan fricciones, dicen las que saben de esto. Porque siempre las hubo y porque la agenda feminista es tan amplia -porque hay tantas cosas por mejorar- que siempre habrá temas que dividan a las mujeres.
Este año se sigue hablando del 8M, pero la noticia que destacan los medios es otra. Lo que dicen los titulares es que por primera vez en muchas ciudades españolas habrá dos marchas. Isabel Valdés, corresponsal de género de 'El País', explica en un interesantísimo hilo de twitter que "es, en realidad, la escisión de la parte del movimiento feminista que apuesta por la abolición como solución a la prostitución y que quiere que eso sea parte de la reivindicación oficial del 8M". Pero en realidad, explica que en ambas convocatorias habrá mujeres abolicionistas. "El fondo, el origen, tiene más que ver con la ley trans", añade.
Mi amiga Pilar, sabia siempre, dice que el hecho de que estemos hablando de esto en vez de otras cosas es un error. Yo, que vivo en un permanente estado de escasa autoestima, solo me atrevo a decir que me da pena.
Pena porque será esta división a lo que se agarren los y las machistas, los que reniegan, que dirán cosas tan profundas como que "ni para esto se ponen de acuerdo" y que "al final, entre ellas son siempre peores". Cuando desde 2018, el año de la manifestación y de la huelga, el feminismo es mainstream del bueno y está en la agenda de todos los partidos, incluidos los que lo detestan y los que lo ven una amenaza porque les hace aprender mucho nuevo y deshacerse de mucho de lo instalado. Yo misma tuve que coger un día un cuaderno cuando mi hija de 14 años me contó lo que era el género fluido porque se lo habían explicado en el instituto y no me entraba en la cabeza. Yo, la misma que cae una y otra vez en comportamientos machistas porque con ellos he nacido y convivido.
Este año las ciudades españolas volverán a llenarse. Por las que estuvieron y ya no están. Por la que estamos. Por las que vienen. Por los y las que nos miran con recelo. Porque nos da la gana.
Porque habrá dos marchas, pero en los mil feminismos, como en mi cintura, cabemos todos.