Tanteas la mesilla en busca de las gafas, la pinza para recoger el revuelo capilar con el que amaneces, te incorporas y buscas las zapatillas. La primera parada vuelve a ser la de antes de las vacaciones: la nevera. Porque lo primero, antes de ir al baño, calentar el café, decirle a la persona de al lado buenos días, es abrir el congelador y sacar dos trozos de pan envueltos en papel de aluminio.

Después del pan, todo irá rodado. Calientas tu taza, sacas los platos y haces los desayunos. La primera que asomará es la que estudia la ESO. Aparecerá en la cocina arrastrando los pies, lamentando el mundo en el que le ha tocado vivir, en busca de su móvil. Hará una mezcla de mohín y bostezo que te servirá para medir la temperatura de su humor. Dirá que no tiene ganas de ir al instituto, tú suplicarás que la conversación no vaya más allá y subes la radio dando a entender que te interesa mucho más lo que dice un anuncio que tu hija adolescente.

Cuando desaparezca, tocas el pan y te dirás a ti misma: tal y como esperaba. Aparecerá el padre y nunca sabrás si es la hora de las tostadas o del yogur. Convivo con un insomne que desayuna por tramos y sigo sin acertar después de veinte años. Optas por preparar el desayuno del hijo, cuyo despertador está a punto de sonar. La fruta, algo sólido que se coma sin florituras, que este niño siempre va lento y se despista con cualquier cosa. ¿Hace cuánto que no toma leche?

Sabrás que el tiempo se acaba cuando sientas unos pasos firmes y el olor a colonia procedente del pasillo. Es la misma niña del bostezo, peinada y con la mascarilla en la mano. Y es ahí cuando posas tus manos en el pan y esbozas una enorme sonrisa de orgullo y satisfacción.

Comienza entonces una coreografía perfectamente milimetrada. Del primer cajón sacas el cuchillo, del segundo, la tabla de madera. Quitas el papel de aluminio, coges el pan y lo cortas de la manera más simétrica que se te antoja. El resto viene solo. El embutido, que no es el mismo que ayer porque sabes perfectamente lo que pones cada día de la semana. Fino, como a ti te gusta. Encierras aquello y lo colocas justo al lado del sitio en el que ella posará su mochila, se colocará la mascarilla y guardará su bocadillo. "¿Éste es el mío, verdad?", repetirá cada mañana y así hasta el mes de junio. "Sí, pero son iguales los de los dos", repetiré yo.

Cuando salga por esa puerta irás detrás de ella para darle un beso. Le haces la gansada que sabes que la avergüenza pero con la que se parte de risa. "Suerte, cariño, te espero para comer", le dirás.

Volverás y el menor habrá huido de la cocina, volviendo a dejarte el desayuno sin recoger. Le repetirás que se coloque bien los calcetines del uniforme. "Los talones en su sitio, que ya tienes 11 añazos", le dirás. La mascarilla del día anterior sigue ahí, arrugada y entre los libros. Suspiras. Cuentas hasta diez. No siempre lo haces. Hoy sí.

Porque sabes que quedan exactamente 25 minutos para quedarte sola y hacer las camas, peinarte como Dios manda, escuchar la tertulia de la radio al volumen deseado, revisar la plancha pendiente, la de verdad y la remunerada. Pedirás que aquello dure lo máximo posible. Que no vuelvan las clases online, las peleas por el ordenador, las peleas por el resto de cosas. Que la sexta ola acabe ya y sea la última. Te sentirás una privilegiada y eso también te hará sentir mal.

Pero la culpa durará poco. Porque hoy, como siempre, has vuelto a sacar a tiempo el pan del congelador.