Hace siempre mucho calor en los probadores de ropa. Más aún en invierno en ese espacio siempre tan insuficiente, donde una empieza a despojarse de capas que no sabe dónde poner. Los calcetines por ahí tirados, el bolso en el suelo aunque digan que da mala suerte. El sábado por la tarde era yo una de esas personas en una tienda de la calle de Preciados de Madrid. Éramos miles. Yo cogí un traje pantalón de lentejuelas fucsia porque el cuerpo me pedía maximalismo y fiesta.
En aquel hueco de la tienda éramos unas cuantas. Las había dando voces advirtiendo a sus amigas de sus sobrantes. Demasiado pecho, caderas o culo. Las lorzas, siempre traicioneras. Los precios, ese fin de semana tan baratos. Me encanta sentarme y escuchar cuando eso ocurre. "Es demasiado escote, Mari. Ya no tienes edad", oí. Esa frase me la dijo mi madre unas trescientas veces. Qué olor a cerrado, a consumo desaforado. A Navidad.
Yo iba con la mejor de mis intenciones. Previamente me habían animado a comprarme en otra tienda un mono cortísimo y pegado al cuerpo, también de lentejuelas, que sería ideal si trabajara de gogó en una discoteca o de artista de variedades en cualquiera de esos restaurantes donde ahora, a la hora de los postres, salen muchachas con bengalas para amenizar el coulant de chocolate. Por cierto, cómo pican las malditas lentejuelas enfrentadas a cualquier parte del cuerpo.
El segundo traje sacaba lo peor de mi anatomía. Así que mientras mis vecinas de cubículo mostraban su generosidad con el resto contando los sitios cercanos con las mejores ofertas, yo volvía a ponerme mis calcetines, mis vaqueros y mi jersey negro, las botas cómodas de una señora que tampoco tiene edad para estar tres horas en tacones.
En el suelo, decenas de lentejuelas caídas de aquellos pantalones y de aquella camisa que se agarró a mi espalda como una lija. Salí en silencio, como el que acaba de cometer un crimen. Mi hija me esperaba a la salida. "Corre, vámonos, no vaya a ser que me digan algo", le dije. Qué ganas de volver a casa. A ese sofá que me hace tan feliz y que ya reconoce la forma de mi cuerpo.
Cruzar la calle de Preciados en estas fechas es un desafío a la ansiedad. Es un sorteo de personas que han decidido hacer lo mismo que tú. Jugarse la tarde del sábado, probar suerte, hacer colas en cualquier parte. Entre tanta gente, muchas posibilidades de encontrarte al amor de tu vida, al ligue de esa noche, a tu peor enemigo.
La policía intentando ordenar aquello. Entre tanto ruido, los bufidos de impaciencia para conseguir número en doña Manolita, gritos y llantos para acceder a Cortylandia. "Mamá, ¿te acuerdas de cuando veníamos?", escuché.
Besé a mi hija en la frente y no dije nada. Era mi forma de agradecerle no estar en esa época de mi vida. En estas paternidades de ahora, cargadas de culpa, en las que nada parece ser suficiente con tal de agradar a las criaturas. Las esperas con cara de insatisfacción para subir al autobús que te llevará a ver Madrid iluminado, donde harás miles de fotos y sentirás que en tu vida no hay huecos por cubrir. Los niños subidos a los hombros para ver a unos muñecos mal hechos cantarte las bondades de estas entrañables fiestas.
Y en medio, esa visita a un probador para volver a casa con algo que rompa la rutina de tu armario y de paso la tuya.
Y en medio de todo esto, las 'ideícas'. Como esa de ceder un espacio municipal en la Casa de Campo para la instalación de Articus, un parque de atracciones con nombre pretencioso, como llamar muffin a una maldita magdalena. Un lugar al que acudieron cientos de personas deseosas de pasar un rato de diversión con esta "experiencia familiar". Ruego que me perdonen, pero es justo de lo que yo quiero alejarme en este momento de mi vida. Ni hoteles, ni restaurantes, ni planes donde te prometan diversión para toda la familia. Aparten de mí ese cáliz.
El caso es que el parque con nombre de espectáculo del Circo del Sol tiene a los asistentes decepcionados perdidos. Colas infinitas para entrar, un parking en el que te acabas comiendo el coche, el doble de entradas vendidas un sábado en el que era gratis y solo había que pagar gastos de gestión. Familias enteras llegadas desde fuera de la Comunidad de Madrid a las que la organización anuló muchas de sus entradas para garantizar la seguridad del espacio.
Una chapuza en esta ciudad tan maravillosa y tan empeñada en parecerse a otras. A veces Miami, a veces Nueva York, a veces en nada. Queríamos un Rockefeller Center y tenemos un lodazal atascado para entrar a un espectáculo atestado de gente. En las reseñas de Google, un fiasco transformado en decepción y en volver a lo de siempre. A pasarse una tarde noche de sábado de diciembre esperando para ver Cortylandia.
Con lo bien que se está en casa. Con tu rutina, con tu jersey negro, en tu sofá. Tarareando aquello de: "Alegría en todo el mundo porque ya es Navidad".