En una primera cita, una siempre esconde sus sombras. Sacas a relucir tu lado amable, el brillo, dejas claro -primero de forma tímida, quizá claramente después- que tienes todas las ganas del mundo de que la cosa funcione. Calculas la simpatía, las bromas que harás, los temas de conversación que llevas seleccionados desde casa.
Hoy Giorgia Meloni ha salido al parlamento italiano deseando encandilar a todo el mundo. Los que la han votado y los que no. Se le han tardado en ver las costuras. Ha tardado 35 minutos en elevar la voz desde que empezó a hablar. Ha mezclado a Montesquieu, Steve Jobs, el juez Borsellino y el Papa Francisco, al que ha mandado "un afectuoso saludo". Ha terminado citando a Juan Pablo II, al que conoció personalmente y del que aprendió que la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino lo que debe.
Meloni fue de más a menos. Sabedora de que los ojos y los prejuicios estaban puestos en ella, sobre todo desde que hizo saber quequiere ser llamada presidente. Vestida de persona que quiere pasar desapercibida, comenzó hablando de techo de cristal. Citó a un montón de mujeres anónimas, esas que con su trabajo hacen una Italia mejor.
Porque eso es lo que quiere Meloni. Una gran Italia que recupere su sitio. En la historia, en la política, en la cultura. Porque ya lo ha sido. En la construcción de Europa, en la literatura, en la gastronomía, la moda y el lujo. Una reivindicación que en la cuna de Giorgio Armani y Valentino Garavani no chirría. Meloni sabe de qué puede estar orgullosa, del stendhalazo de país que acaba de empezar a gobernar.
Un territorio que nace con incertidumbres muy parecidas a las nuestras. La invasión de Ucrania por parte de Rusia, los problemas energéticos para afrontar el invierno. Otro invierno, el demográfico. La pobreza, la inflación, las dificultades de los jóvenes para encontrar trabajo. Nos enfrentamos a una tempestad, dijo, e Italia es la embarcación en la que ella es, claro, la capitán.
Pero pasaron 35 minutos y Meloni, enfrentada a una molesta tos seca que le hizo beber agua unas cuantas veces, empezó a hablar más alto. Lo hizo para hablar de la patria, para criticar a una oligarquía que se empeña en obviar a los italianos y solo piensa en el bien propio, en la necesidad de combatir la pobreza con trabajo y no con ayudas, en la familia como centro de la sociedad. En la tregua fiscal y el alivio con el que pretende dar oxígeno a ciudadanos y empresas. En esa Europa con la que piensa cumplir pero sin doblegarse.
Entre tema y tema, aplausos con más o menos grado de entrega. "A este paso no acabaremos hasta las dos", bromeó con uno de sus compañeros de gabinete. En el plano de televisión, todos callados escuchando a una mujer. Tuvo su parte de belleza.
A las doce mencionó a los que han puesto su trabajo y en ocasiones su vida para hacer frente a la pandemia. Gestionada de una manera incorrecta. Tanto, dijo Meloni, que si volviera a haber otra se harían las cosas de distinta manera.
Soltó los papeles, mencionó la emoción que le ha producido esta misma mañana ver la foto del juez Borsellino. Más aplausos.
Habló de inmigración. De la cantidad de hombres, mujeres y niños que han muerto en el Mediterráneo, la fosa común de este siglo. Afirmó que el derecho de asilo está garantizado para todos aquellos que huyan de guerras y persecuciones. Pero Italia no es país para los que quieren entrar de cualquier manera. Lo hace, dice, para evitar el tráfico de seres humanos. El cinismo.
Acabó sus discurso, volvió a beber agua. Y se oyeron gritos de "Giorgia" en el hemiciclo. Como cuando pides bises en un concierto. Ella se abrazó a los suyos, también vestidos de oscuro con camisas blancas. Es un gobierno que recoge la voluntad de un pueblo. Y Meloni no está dispuesta a perder un minuto más para devolver a Italia el sitio que le corresponde. Sin prejuicios, dijo en varias ocasiones. Y eso es, quizá, lo que da más miedo.