De esta niña no sabemos su nombre, pero sí sabemos que ha muerto en una ciudad ucraniana llamada Mariupol. La hemos visto tumbada en una camilla con rastros de sangre y esa tripa que se tiene con seis años, con el cuerpo aún por hacer y por vivir.Cada guerra y cada drama tiene un niño que lo simboliza. Recuerdo a Aylan Kurdi, tumbado boca abajo en la orilla de una playa turca en 2015, recuerdo a Omayra Sánchez en las inundaciones de Colombia en 1985. Ella murió con 13 años y yo entonces tenía nueve. De esta niña ni siquiera sabemos el nombre.
Son imágenes duras, se nos advierte. Pueden herir su sensibilidad, añaden. Manténganlas fuera del alcance de otros niños, dirán y harán algunos. Dependiendo del momento cambiaremos de canal o de tema porque ya sabemos de la cantidad de injusticias que hay en el mundo.
Pero si nos quedamos, el dolor durará apenas unos segundos, el corazón se encogerá y los ojos se humedecerán. Pronunciaremos frases tipo "¡qué horror!" y a otra cosa. Porque Ucrania está aquí al lado pero tampoco tanto.
En esta invasión vemos miedo pero es a través de una pantalla. Vemos frío, explosiones, ruidos de sirenas. Mujeres vestidas con lo primero que han pillado en un cajón del armario, abrazadas a sus mascotas y con la mirada perdida. Gente muy joven con armas en las manos, soldados rusos que se graban con los misiles cayendo de fondo, tanques destrozando lo que pillan a su paso, coches con gente dentro, metros convertidos en búnker repletos de gente a los que solo les consta la incertidumbre.
Corresponsales con la voz entrecortada mientras los analistas internacionales ocupan el lugar que ocuparon vulcanólogos y anteriormente epidemiólogos. Tertulianos y columnistas haciendo lo que mejor se nos da: ser expertos en nada y aprendices de todo.
Un presidente vestido de andar por casa firmando unos papeles, el mismo que salía pidiendo resistencia a la población hace apenas unos días. Otro presidente tirano y miserable dirigiéndose a la cámara sin expresividad facial alguna por su querencia a la cirugía estética. Un psicópata sin superhéroe que lo aniquile como hemos visto en las películas. Porque en esta guerra de verdad lo que sí vemos es a una niña rodeada de médicos y enfermeros intentando salvarle la vida de la que no sabemos ni siquiera el nombre.
Sucede todo muy rápido. El cuerpo está casi sepultado por al menos una decena de personas vestidas de urgencias improvisadas. Uno de ellos mira a la cámara y dice: "Enseñadle esto al cabrón de Putin". Como si al sátrapa le fuera a conmover algo a estas alturas, después de tanto tiempo haciendo y deshaciendo a sus anchas y nosotros, los demás, mirando hacia otro lado.
El rostro de la niña no se ve, pixelado y tapado por el oxígeno y unas manos que intentan reanimarla. Hay ruido, hay desesperación y décimas de segundo después hay gente corriendo por un pasillo empujando esa camilla con la niña ya fallecida que tendrán inmediatamente después que ocuparse de otras urgencias. Hay rostros adultos que lloran por no haber conseguido que ese corazón de seis años siguiera latiendo a los que apenas da tiempo a enjugarse las lágrimas. Y esa niña seguirá sin tener nombre.