Los pijos universitarios son los mejores pijos. Van por ahí arrastrando un poco los pies, cansados perdidos de ser tan guapos y sin embargo, cargando a cuestas la desgracia de tener que madrugar. Sostienen una actitud hipotensa de lunes a viernes. Lánguidas ellas siempre, como salidas de una novela del XIX, necesitadas de una transfusión de sangre. Están ellos, gestionando como pueden la masculinidad que han visto en casa y adaptándola a tiempos de feminazis, climanazis y otras tribus amenazantes.
Pero llega el viernes y el cuerpo del pijo lo sabe. Y se sale. Calientan motores a la salida de la universidad, agolpados en las aceras. Son tan guapos que da coraje. Son tan confiados que son robables. Algunas llevan el móvil en uno de los bolsillos traseros del pantalón. El iPhone está ahí, pidiendo que una periférica como yo haga lo que se nos presupone. Y se lo robe. Y le coja de paso el bolso.
De Longchamp es el más barato. Hay Goyard, hasta un Chanel el pasado viernes en los alrededores del campus de la madrileña calle de Alberto Aguilera. Lo van pidiendo a gritos. Si, total, están a lo suyo. A la capea, al finde, a echarse unas risas viendo lo que alguien ha puesto en Instagram.
Al pijo le vienen las cosas de cara. Otra cosa que da coraje. Es una raza que pervive gracias a la endogamia. Los pijos con las pijas tienen que estar, parafraseando la canción de Los Bravos. Viven en los mismos barrios, estudian en los mismos colegios, bailan en los mismos sitios. Y así, de generación en generación. ¿Cómo no van a protegerse cuando las cosas vienen mal dadas?
Las criaturas del colegio mayor Elías Ahuja tienen sus propios códigos para ligar. Es la berrea con pelazo, camisa abierta hasta el pecho, multitud de pulseras de tela en las muñecas que detallan sus principios. Los festivales en los que han estado, las cosas en las que creen: la Guardia Civil, el camino de Santiago, la última fiesta benéfica a la que les llevaron papá y mamá. Llevan banderas de España por todas partes, en el cuerpo, el llavero y hasta en la mochila. Es un detalle éste muy de agradecer para los que no las llevamos. Fíjate tú que te da un paralís, que diría mi madre. Si te despiertas, sabes que estás en España. Qué tranquilidad.
Los muchachos gritan y prometen que van a follar todas en la capea. No habiendo ido yo a ninguna, dudo de la comodidad de ese sitio para el asunto. Pero qué sabré yo, que ando tomando colágeno para las articulaciones desde hace años. El pijo es osado porque promete. Eh, que todas vais a pillar. Os lo digo yo, que tengo para cada una de vosotras. Son entrañables, bravucones.
Ellas, las Mónicas, dicen que son cosas que solo entienden ellos. Que no se han molestado porque son buenos niños. Otra cosa sería que ahí enfrente hubiera un instituto público, no digamos un centro de menores no acompañados, un edificio de viviendas de protección oficial. Por ahí no pasas, claro. Ahí no hay capeas sino gentuza. Ahí sí habrías dicho algo en casa, y en casa te habrían cambiado de colegio mayor, habrían acudido a poner una denuncia. Si fuera por ti, pondrías una orden de alejamiento a cualquiera que vaya en chándal. Menuda eres, Mónica.
La actitud de muchos es lamentable. Ellos, desde sus ventanas, creciéndose en manada. Ellas, desde las suyas, lanzando las trenzas como Rapunzel y poniendo caritas. "Cómo son de brutos", dirán. "Qué ganas de capea", añadirán. Algunos periodistas, sonriendo ante la berrea, constatando que la manera de ligar sigue siendo ahora como fue la suya. Exageradas, que sois unas exageradas.
Tradiciones frente a histeria. Condescendencia frente a la ofensa. Si te dice que es que hoy no se puede decir nada, sal corriendo.