Ayuso, la dolorosa. La Madonna doliente que llora compungida con el rimel corrido y se fotografía con las manos cruzadas en el pecho y gimoteando por sus madrileños sufrientes. Una mártir a la que todos odian y nadie reconoce su labor inmensa en política antes de llegar a presidenta, que se reduce a llevar la cuenta del perro de Esperanza Aguirre: guau, guau. Ay, mísera de ti, ay infelice, qué delito cometiste contra nosotros naciendo, aunque si naciste, ya sabes qué delito cometiste. Pobre Segismunda, nadie la comprende, todos la odian. Aunque la mejor definición de Isabel Díaz Ayuso no vino de parafrasear a Calderón, sino de uno de sus aduladores como Jorge Bustos en un intento fallido de elogio: "Ayuso quizá hizo el ridículo pero quería parecer triste".
Porque esa es la clave. Aparentar ser. Victimizarse para ocultar una gestión negligente que ha abandonado a su suerte a los barrios populares que ahora criminaliza por sus altas tasas de contagio asociadas a la inmigración y a las cosas que hace el vulgo. Por la irresponsabilidad propia de los pobres y por el modo de vida primitivo de los inmigrantes. No ha hecho nada por los barrios y localidades de menor renta. Ha destrozado el servicio de atención primaria, del que depende todo aquel que no tiene el privilegio de poder pagarse una clínica privada, y ha mandado al matadero a la clase trabajadora en metros atestados para reabrir la economía. Después de haberlos olvidado, cuando el virus se ha desbocado, quiere volver a penalizarlos confinándolos para culparlos. Y no se lo van a tolerar. Porque esos barrios son combativos y tienen claro quiénes son los responsables. Van a apuntarte a ti, Ayuso. También a ti, Aguado.
En Madrid nunca hubo sistema de rastreo. Cualquiera que hubiera tenido contacto con un positivo tenía que llamar al centro de salud para informar y autorastrearse, y como nunca hay un teléfono que se descuelgue tenía que ir en persona a hacer cola a un centro de salud saturado, sin médicos, ni personal de enfermería, a avisar de que había tenido contacto con un positivo y que le hagan una PCR. Y luego quedarse en casa de manera voluntaria, sin que nadie le advierta de cuál es esa cuarentena, con suerte agotar esa cuarentena sabiendo si ha sido negativo o positivo. Porque la saturación hacía posible que agotaras esos 10 o 14 días sin saber el resultado de la prueba. Ayuso puede llorar, pero no va a engañar a los que vivimos en esos barrios. Porque hemos hecho colas, porque hemos visto los carteles que nuestros sanitarios cuelgan en los centros de salud pidiéndonos perdón por no dar más de sí como si ellos tuvieran la culpa. Tus lágrimas no van a ablandar a quienes estamos viviendo en carne propia tu indecencia.
La víctima no es Ayuso, sino los ciudadanos de los barrios más pobres que sufren una gestión negligente para sus intereses que siempre privilegia a los más ricos. Los que viven en Vallecas, Villaverde, Usera o Parla saben que no pueden esperar nada de un gobierno que tiene como única medida para acabar con un virus bajar el IRPF a los que cobran 300.000 euros. Sus lágrimas fingidas esconden una profunda política de clase que desprecia a los que menos tienen porque los considera responsables de su propia miseria, y también de su enfermedad. Cuan desagradecidos estos plebeyos a los que ha alimentado en lo peor de la crisis. Y ahora se quejan, pues que coman pizza. La gestión de la afligida deja que se mueran los barrios más pobres mientras sigue su plan de vender los servicios públicos lamentándose como un plañidera a la que nadie comprende. Con memoria y sin perdón, ni llorar sangre le salvará. Ayuso se ensaña con los barrios populares porque sabe que no son de los suyos, porque nada puede hacer por esa clase proletaria que es carne de servicio. Se contagian por su modo de vida; por ser pobres.