La frivolidad burguesa es una exaltación de la ostentación. Viene adquirida de familia o se genera con la convivencia cotidiana en el lujo y la despreocupación. Se observa en Georgina viajando en el avión privado de Cristiano para probarse un vestido en Paris o en Sergio Ramos comiéndose un filete bañado en oro, pero también en Aldo Comas creyéndose artista en el reality First Class, en Milena Busquets escribiendo novelas o Taburete haciendo conciertos. Permitirse la frivolidad es un acto de quien no tiene mucho que perder. Ejercerla con desvergüenza es además propio de quienes viven en una burbuja que les impide valorar que sus privilegios son una exclusividad de la que conviene no alardear para evitar que pueda cansar a quien la sufre hasta hacerlos desaparecer. En la pirámide de necesidades humanas ser frívolo es una consecuencia engolada de tener cubierta con suficiencia cualquier obligación de subsistencia.
Las fotografías de Lady Zelenski y las publicaciones de Instagram de Juanma Castaño con Helena Condis en Tanzania forman parte de una misma desvergüenza nacida de un desafecto burlesco con la realidad que los rodea, mucho más descarnada en el caso de la primera dama de Zelenski pero igualmente representativa que la que muestran las sonrisas desubicadas de la pareja de periodistas entre niños negros y pobreza. Olena Zelenska y Volodimir Zelenski han vivido en una dinámica propagandística favorable que nunca les cuestionó. Ensalzados y elevados por el mundo occidental, han visto como todo lo que hacían era celebrado y admirado hasta separarles de la realidad de un modo que les ha hecho creer que todo lo que hicieran sería tomado con alabanzas y palabras de admiración. Que todo daba igual, hasta la exhibición obscena del dolor de su pueblo usado como photocall. Un proceso lógico que se produce cuando no se tiene nadie al lado que les advirtiera de que se iban a equivocar de manera flagrante cuando necesitan más que nunca el favor ajeno.
Unas fotografías de una primera dama o de un dirigente político en medio de un drama humanitario para su país tienen que transmitir preocupación, dolor o responsabilidad por lo que está sufriendo su pueblo. Pero lo que transmiten es una frivolidad grotesca que usa la guerra como un plató que le haga tener unas fotos más bonitas para convertirse en icono pop y patrimonializar en términos personales la muerte y la destrucción que asolan su país. Lady Zelenski aparece con un abrigo de cashmere de la marca Six que oscila entre los 900 y los 1.200 euros según la propia web. Por si sirve de referencia, antes de la guerra el salario mínimo en Ucrania estaba establecido en 146 euros, ahora no queremos saber lo que se puede hacer con lo que vale un abrigo de ese porte. Olena Zelenska es asidua a esta marca de moda ucraniana que luce con los restos de un avión bombardeado en el aeropuerto de Hostomel como fondo para la instantánea. La estilista es Julie Pelipas, la directora de Vogue Ucrania que en el momento de la publicación del reportaje se encontraba disfrutando de un merecido descanso en las islas griegas, un rastro que borró por resultar demasiado obsceno hasta para sus ojos frívolos.
Porque la frivolidad se ejerce más y mejor desde Instagram y es una condición que trasciende fronteras por anidar en el fondo de una clase social. El desahogo existencial alcanza a una estirpe de privilegiados patrios que acuden de viaje a África, donde vive gente con carencias extremas, para enseñarlos como carne de atrezzo para sus vacaciones de pijos con ínfulas. Hakuna Matata es lo único que aciertan a decir porque su relación con el continente, con el que compartimos frontera, se reduce a lo que Disney les ha contado en una película y porque lo único que les importa del lugar es lo pintoresco que va a quedar en sus publicaciones en redes sociales.
No es nuevo. En 1933 Mary Goodland fue a pasar unas vacaciones de otoño a Alemania porque quería mejorar su alemán para entrar en la Universidad de Oxford. La burguesa británica se alojó en casa de una familia alemana en Düsseldorf. Entrevistada por Julia Boyd cuando tenía 100 años para el libro Viajeros en el Tercer Reich, reconoció no ser consciente de lo que ocurría en Alemania con los nazis hasta que no le quedó más remedio que asistir a la barbarie porque hubo un progromo contra los judíos en las tiendas de Art Noveau de la Galería Tietz. El tiempo cambia, pero no la desconexión con la vida real. Ahora pasan la guerra haciéndose reportajes banales en mitad del drama o gastan tiempo en sus vacaciones publicando vídeos en Instagram alardeando de su falta de conexión con la realidad que pisan. No son más que vicios caros de quien conoce la frivolidad burguesa pero no la incertidumbre.