El crimen político está precedido de la violencia política. No hay asesinado sin palabras previas, no hay genocidio sin un ambiente tóxico larvado tras años de discursos de odio, no existen criminales que no hayan incubado previamente la construcción de un enemigo al que liquidar. Las palabras son performativas, bien lo sabía Klemperer, construyen una realidad a través de lo simbólico para crear las condiciones previas necesarias y esperar la coyuntura histórica que propicie pasar de las palabras a los hechos y eliminar de forma física lo señalado durante años de manera figurada. Nadie duda que la extrema derecha de hoy no sería diferente a la que posibilitó el golpe en 1936 y la eliminación concreta de sus adversarios. Les separa de aquello la oportunidad.
El ataque machista de la diputada ultra Carla Toscano a Irene Montero no es uno más dentro del akelarre desatado contra la ministra de Igualdad que trasciende la legítima crítica política. Es un paso más en la construcción de la ministra de un enemigo a erradicar, da igual la forma, ahora es simbólica, solo hay que esperar para que eso trascienda. No cuesta imaginar a los miembros de la extrema derecha en las circunstancias propicias haciendo el mayor daño posible. El mal actúa en determinadas condiciones, pero asoma su potencial en las tareas más banales.
Carla Toscano no es más que una mujer de apariencia apacible, que no eleva el tono de manera desaforada, con una estética cuidada y con la que puedes cruzarte en cualquier circunstancia sin prever que dentro anida la intolerancia, el odio y la semilla de la maldad. O ni eso, puede que simplemente se deje llevar de manera natural hacia la irresponsabilidad por incapacidad intelectual. El germen que posibilita las mayores de las tragedias humanas brota en las más normales ocupaciones a través de la habitual distribución de hechos comunes que posibilitan la deriva hacia la violencia política. La filósofa Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén narraba con precisión que no es preciso que anide la maldad en los instintos de la naturaleza humana para ser posible de los mayores males, a veces se llega a esos límites de irracionalidad simplemente con la deriva lógica a la que conduce la irreflexión, el alejamiento de la realidad y la conducta grupal sectaria para alcanzar las cotas más altas de ignominia. De eso la extrema derecha española sabe mucho.
Ilse Koch era una simple librera en Dresde que se relacionaba desde los años 20 con multitud de miembros del NSDAP hasta que tuvo la oportunidad de conocer a Robert Köhler y acabar en el campo de concentración de Buchenwald haciendo lámparas con la piel de los judíos, comunistas y resto de presos políticos asesinados. Irma Ilda Grese era una joven bellísima, de lacios pelos rubios, que trabajaba como limpiadora en un hospital y jornalera en una granja e intentó ser enfermera para acabar con 22 años yendo a trabajar en bicicleta a Auschwitz y lanzar a sus perros a devorar vivas a las reclusas o destrozar los pechos a latigazos a las mujeres judías que consideraba que competían en belleza con ella. María Mandel fue cocinera cerca de un pueblo de Sión, cuidó a su madre enferma y trabajó en Correos en Münzkirchen hasta que llegó a Ravenbruck donde se la llamaba la tigresa de guantes blancos generando pánico entre las reclusas por sus actos sádicos. Nadie pudo imaginarlo de ellas cuando le despachaban libros en Dresde, le limpiaba la habitación del hospital o le sellaba una carta en Münzkirchen. Pero el odio estaba ahí, esperando poder desatarse.
El mal aguarda latente en procesos cotidianos. Quienes mañana harían la mayor de las atrocidades en un entorno propicio de odio político que se lo permitiera, hoy realizan trabajos cotidianos, ocupadas en labores admirables como cuidadoras, albañiles, profesores o enfermeros, o simplemente realizando su vida como pueden anidando rencor por cuestiones imprevisibles mientras escuchan los discursos que emanan de las bocas más ultras. No verán a los genocidas del mañana con una señal de advertencia marcada en la frente. No se extrañen. A veces es posible ver a Ilse Koch hablando en el Congreso. Son solo los estadios iniciales del proceso. El odio se construye en discursos banales cotidianos en un hemiciclo, redes sociales y la cafetería del barrio. Es lento, paulatino y constante. Pero está ahí, en cada insulto machista, en cada diana puesta en la cara de Irene Montero.