El desprecio histórico hacia la juventud por parte de aquellos que la perdieron es un tópico histórico, social y hasta literario. Pero en algunas plumas inyectadas de senectud ya es una costumbre con cierto olor a esmegma reseco. Arturo Pérez-Reverte es el ejemplo paradigmático del hombre cis, blanco, conservador y privilegiado que desde una atalaya de comodidad, certidumbre y estabilidad se atreve a dictar y designar cuál es el zeitgeist vital de una generación entera que lleva más de una década soportando una sensación cotidiana de vivir en el filo de un abismo existencial.
"Estamos criando generaciones de jóvenes, ahora, en este momento que no están preparados para el iceberg del Titanic. Los hemos criado, soy tan culpable como tú y como todos nosotros, hiperprotegidos pensando que el mundo se soluciona conectando un teléfono a un enchufe", dictó Perez-Reverte con su flema despreciativa habitual de hombre acostumbrado a que sus militantes se le dirijan con el don delante. Lo cierto es que la generación de jóvenes actual es mucho menos llorona y quejosa que aquellos que se creen superiores y más fuertes por tener un altavoz cotidiano con el que desprecian una realidad de la que se desentienden mirando desde su garitón de vigía condescendiente.
Arturo Pérez-Reverte es un señor mayor que vive indignado porque se use lenguaje inclusivo o porque no se digan tacos en una conversación, que cree que el feminismo es un ataque a su hombría y que aquellos que no han visto a civiles destripados en una guerra no están preparados para la vida adulta. Es habitual en este androcentrismo de polla vieja hablar con grandilocuencia y palabras gruesas de todo aquello que no comprenden e ignorar lo demoledor que es para la conformación del espíritu en el capitalismo posfordista una vida desarrollada entre dos crisis y una pandemia. El escritor de los Tercios Viejunos llora amargamente por una juventud que vive alejada de la realidad porque no hace acopio de pilas en casa por si viene el apagón. La arrogancia pontificando sobre una generación que desconoce por interés propio. La soberbia le impide acercarse a conocer cómo es la vida para quienes tienen que vivir en esta sociedad utilizados como mano de obra temporal sin posibilidad de arraigarse. Nuestros jóvenes no han visto una guerra de cerca, pero llevan años viviendo una batalla contra su salud mental y vital.
Hacia los jóvenes solo se dirigen con empatía y apariencia de preocupación para enfrentarles a la generación de los pensionistas y marcarles cuál es el motivo de su precariedad; la pensión de sus abuelos. El desprecio con el que se trata todas y cada una de sus inquietudes se vuelve tutelaje para instrumentalizar su precariedad en detrimento de aquellos que son igual de precarios pero sin posibilidad para poder ganarse el pan con sus manos porque la salud y la edad ya no se lo permiten. Una generación sin techo que ve un futuro sin pensión y sin un lugar donde pudrirse. A los jóvenes de hoy les espera una vejez sin una vivienda en propiedad donde resistir la miseria forjada durante años de incertidumbre y todavía tienen que aguantar lecciones de señores con una vida de privilegios. La epidemia que nos depara el futuro es la de unos ancianos zombis trabajando hasta los 80 porque no tendrán una casa para resistir con una pensión mísera mientras perdieron su juventud aguantando las invectivas en prime time de millonarios que jugaron a la guerra.