No opino de libros que no he leído y por lo tanto no opinaré de El odio, de Luisgé Martín, hasta que lo lea. Solo después podré valorar lo que me parece. Eso es lo que suele ocurrir en un Estado de derecho, una obra literaria se publica, se lee y después se critica. Pero la época de delirio que estamos viviendo nos ha llevado a que veamos, y se celebre, que se censure de manera previa la publicación de una obra porque el autor intenta comprender la mente criminal de un psicópata como José Bretón. No se trata de que el criminal escriba algo despreciando a su víctima, se trata de un trabajo de investigación y literario de Luisgé Martín para narrar una historia de odio y maldad. Se trata de hacer literatura, de crear, quizás la máxima expresión humana. No pierdan tiempo dándome su opinión sobre un texto que no han leído y lo que les parece el contenido de algo que desconocen, porque hace tiempo que elijo muy bien las tonterías a las que prestar atención y no es una de ellas escuchar opiniones desinformados sobre algo que aún no se puede valorar. Pero este tema es algo superior, se trata de censura previa. Estamos hablando de la muerte de la literatura.

Comprendo humanamente a Ruth Ortiz y entiendo que ella haga lo posible porque cualquier cosa que tenga que ver con el asesinato de sus dos hijos y la figura de su asesino no vea la luz. Nadie puede juzgarla por hacerlo. Es su derecho y hay que empatizar sobre el hecho del sufrimiento que le provoca cualquier situación que le recuerde su tragedia. Merece toda nuestra comprensión y consideración, es posible que yo jamás publicaría algo que no tuviera su beneplácito, pero Luisgé Martin ha considerado que la mejor manera para no pervertir la obra que quería hacer sobre ese criminal era centrarlo en su psicología y su maldad y es totalmente respetable porque es como a él, como escritor, le interesaba enfocar esa comprensión de una mente criminal. Ahí se tendría que acabar la polémica. El libro tendría que publicarse sin problema y que quien quiera leerlo tenga la oportunidad de hacerlo y criticar lo que considere, y si fuera preceptivo, ejercer acciones judiciales si algo de lo que ahí se expresa puede considerarse delictivo. Pero reitero que esto es algo superior, se trata de censura previa.

La literatura trasciende las voluntades de los protagonistas reales de la creación. Entiendo que la narración de unos hechos históricos, la crónica periodística o los crímenes pueden perturbar la estabilidad emocional de quien lo sufrió en realidad. Pero ese dolor no puede ser utilizado para ejercer la censura previa y coartar la libertad de expresión y de creación artística que también es un derecho fundamental, porque eso habría impedido que se generaran obras cumbres de la literatura universal. Y no solo se tienen que crear obras magníficas, los autores tienen derecho a realizar obras mediocres, e incluso malas.

Pero es que no ha sido el caso. Se ha mencionado estos días la conocida A Sangre Fría, de Truman Capote, pero es que existen otras muchas obras que intentaron comprender las motivaciones y el factor humano de criminales terribles para intentar entender cómo puede funcionar el mal, el odio o la ira de quien comete las más abyectas aberraciones. Uno de los libros que mejor lo expresa es V13 de Emmanuel Carrère, que, siguiendo el juicio de los atentados de Bataclan, crea un panóptico que incluye la humanización de los terroristas para huir de la demonización e intentar comprender cómo unos chavales criados en Francia pueden entrar en una sala de concierto y asesinar a sangre fría a cientos de inocentes. Existen multitud de pasajes en los que el lector puede torcer el gesto al ver que Carrère empatiza con el padre de uno de los asesinos considerándolo una víctima más y explica de manera brillante cómo se produce la radicalización de adolescentes perdidos y sin rumbo. La obra es una magna obra sobre el descenso a los infiernos de chavales desconcertados. Y eso no los hace menos criminales. Habrá muchas víctimas que pueden sufrir al leerlo, pero por encima está el conocimiento de la mente criminal que incluso puede ayudar a que no se vuelva a producir. No hay nadie que estudie más a los criminales, su vida, su psicología, sus anhelos y deseos, que los investigadores que quieren meterlos en la cárcel.

No es menor la obra de Iván Jablonka, Laetitia o el fin de los hombres, que pone en primer plano la figura de la víctima, pero también humaniza e intenta comprender la psicología de su asesino para que se pueda comprender cómo la desigualdad y la miseria crean realidades que son factores determinantes en ciertos modos de criminalidad. Nicola Lagiola, en la Ciudad de los Vivos, hace lo mismo con el crimen terrible de un joven homosexual estableciendo los condicionantes de clase y adentrándose en la psicología del criminal, o Norman Mailer, en La Canción del Verdugo que da voz a Garry Gilmore, un asesino en el corredor de la muerte, que ganó el premio Pulitzer en el año 1979.

El libro que ahora me está ocupando el tiempo es Gi, de Afonso Reis Cabral, que narra un crimen que conmocionó la sociedad portuguesa en el que varios lumpen asesinaron a una mujer transexual brasileña. El libro es un frenético viaje a la mente de los asesinos y nadie que lo lea puede interpretar que hay un intento de normalizar o justificar el crimen atroz. Porque es literatura. Puede que de eso se trata, que se lee poco y que muchos de los que abogan por la censura desconocen el valor de la literatura y la capacidad que tiene para cambiar realidades terribles, transformar la sociedad y hacer mejor el mundo en el que vivimos. Hace mucho más bien para la verdad y el entendimiento de la mente criminal una novela que aborda la complejidad de un crimen atroz que todos los debates sobre la conveniencia de publicarlo de gente que no ha abierto un libro en su vida. El derecho a la creación literaria es un bien fundamental y el único debate que tendríamos que tener sobre El odio de Luisgé Martin es sobre lo que nos parece después de leerlo. Yo ya estoy ansioso por hacerlo.