La pandemia hace mirar con cierta conmiseración la peste nacionalista que estos tiempos pasados ha tocado afrontar. Una catástrofe como la de estos días relativiza la presencia de las miserias y el odio que esparcen de forma organizada desde la formación posfascista de Vox. En cierto modo se observa con condescendencia más que asco que en un momento en el que han muerto más de 9.000 personas y más de 800.000 han perdido su empleo haya unos desgraciados que consideran el mejor momento para esparcir mierda. Esa cierta lástima con la que se mira a la escoria cuando muestra su extrema pestilencia no tiene que hacernos perder la perspectiva sobre su verdadera dimensión, no subestimarla, pero tampoco darle una importancia que desearían tener pero no tienen. Su odio es minoritario, despreciable en modo y número.
Cualquiera que estos días haya osado perturbar la soflama de rencor y saña de Vox habrá observado un mayor número de mensajes con insultos, palabras de humillación y desprecio y amenazas de muerte. Un día más en la oficina de las redes sociales, pero con una especial virulencia. Vox incrementa su actividad repulsiva en épocas en las que considera que su mensaje necesita tener más presencia y considera que tiene que silenciar, amedrentar y callar a aquellos que consideran sus enemigos.
'La curva del odio es proporcional a la de víctimas'
Ocurrió en la campaña de las elecciones andaluzas y en las campañas electorales nacionales, posteriormente desaparece ese incremento del pico de odio y existe un valle que se rellena con las apariciones televisivas de sus líderes y las entrevistas en medios tradicionales. Es precisamente por esa ausencia generalizada de sus líderes en los medios de comunicación estos días por lo que las hienas a sueldo que el partido tiene han activado sus redes de odio formadas por forococheos, incels, bots y demás purrela. La curva del discurso de odio de los posfascistas es directamente proporcional a la de víctimas del coronavirus. Se entiende al observar el comportamiento animal de un festín carroñero, un éxtasis de sangre y vísceras con el cadáver para intentar sacar el mayor pedazo. No son más que eso.
Ese odio tiene una capacidad performartiva que no conviene desdeñar, porque genera en sus seguidores un sentimiento larvado de venganza que más pronto que tarde alguno de sus más encendidos militantes llevará a la práctica. Porque ocurrirá, solo cabe esperar que sea tan torpe como para que no consiga ser exitoso. Pero sin minusvalorar lo peligroso del mensaje posfascista que estamos viendo estos días en redes hay que ponderarlo en su justa medida, porque tiene una capacidad limitada para mover a los españoles.
Las redes sociales tienen un efecto distorsionador de la opinión pública. Su presencia es onmipresente en la vida política de los últimos diez años y en ocasiones hace pensar que el pensamiento de la sociedad se mueve en los mismos términos y modos con los que opera en estos medios de comunicación. Si esa presencia es importante en una situación cotidiana adquiere un carácter extremo con la población confinada en casa y con un teléfono móvil como único medio de interacción social.
Las tendencias de las redes sociales nos pueden hacer creer que existe un sentimiento mayoritario de odio, pero que cuando tiene que concretarse en la realidad se pincha como un globo. La extrema derecha convocó a una cacerolada golpista a las 21:00 de la noche, un mensaje que fue mayoritario en las redes sociales y marcó el debate a favor y en contra durante todo el día. La concreción de ese mensaje de odio fue inexistente en la vida real. Nada, solo algún periodista de la carcunda cogiendo una cacerola por primera vez en su vida creyendo que su burbuja fascista iba a irrumpir con un sonoro concierto de latón en los balcones. Escuchemos ese silencio, no amplifiquemos su ruido.