No hay nadie en España que se merezca más un descanso que Fernando Simón. Por trabajar mucho, sin dormir, hacerlo bien, y por dar seguridad con sus ruedas de prensa a muchos españoles que lo necesitaban. Igual no a ti, pero sí a muchos. Pero es que Simón tendría derecho a ese breve descanso aunque hubiera sido un simple funcionario más que no hubiera tenido tanta responsabilidad porque el descanso no es un premio, es un derecho. La fotografía de ABC buscando el repudio del científico que dirige el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES) cuando la responsabilidad de los rebrotes ya pertenece a las comunidades autónomas está más arraigada en un privilegio divino que cree tener la derecha y que la izquierda disfruta de prestada: el descanso, la ociosidad y el disfrute hedonista.
La izquierda quiere el pan, pero también las rosas. Y ahora, hablemos de las rosas. De disfrutar sin medida de cualquier fruto de tu trabajo. De las mariscadas y tu crucero. De tu ropa bonita y tu móvil de última generación. De aburrirte como una burguesa decimonónica, de cansarte de leer sin nada más que hacer. De bailar hasta rendirte. De hartarte a brindar. Birlémosle a la derecha el privilegio de la ociosidad sin medida, de la exclusividad del goce exuberante, del privilegio de la verticalidad vital. Las rosas también son nuestras y vamos a hacer ostentación de ellas.
La izquierda a veces sufre un complejo culpable cuando por su trabajo puede disfrutar de unas comodidades que parecen lejos de lo destinado a su clase. Como si hubiera que pedir perdón por ocupar un sitio destinado a otra persona, mirando hacia los lados esperando que venga su legítimo dueño y esperando que nadie te vea para avergonzarte. Las conversaciones en las que unos amigos comprometidos con unos valores de justicia social se intentan exculpar de haberse comprado un móvil de alta gama, unos pantalones de un presupuesto por encima de los 30 euros o un coche que aparenta ser un poco más exquisito que lo que tu barrio te ha destinado son habituales. La culpa en la izquierda por gastar el dinero de tu trabajo en algo que no sea alimento o cultura está incrustada en nuestra conciencia colectiva. Basta ya, queremos las rosas y además sin escondernos por haberlas logrado.
Recuerdo un reportaje de Telemadrid, fresquito, de esos intrascendentes que sirven para perder la mirada en la televisión sin pensar demasiado, en el que se estaba hablando de la comida de lujo y tiendas gourmet. El reportero hablaba con un dependiente de una tienda de jamones pata negra de la marca cinco jotas que tenía un precio de entre mil y dos mil euros y al que preguntaban quién era el cliente tipo que acudía a comprar un producto tan exclusivo. El jamonero contestó: "Gente a la que le gusta lo bueno". No, mira, no. Eso lo compra gente que puede permitirse gastar dos mil euros en un jamón. Lo bueno nos gusta a todos, no existe una tara del pobre que le impide disfrutar del lujo y de la comida de calidad. Simplemente es que no tienen recursos para disfrutarlo, no eligen el jamón serrano del día por su paladar.
Ese esencialismo del ocio y los placeres siempre nos tiene reservado nuestro lugar en el mundo. Porque la exclusividad busca mantener a raya a la plebe que ha conseguido ascender y acceder a lugares a priori segregadas para los de su clase. El lujo precisa de distinguirse hasta en los lugares más insospechados. Buscar la diferencia y mantener siempre al pobre con ínfulas lejos de sus posibilidades. Colocarte en tu sitio. Si algún día, cansado del jamón venoso del día, quieres gastar la paga extra en un jamón cinco jotas para probar lo bueno porque también te lo mereces siempre habrá reservado un lugar de exclusividad al que no podrás acceder. Un jamón con cobertura de piedras Swarowski de 16.000 euros. ¿Quién puede ser tan gilipollas como para comprarse un jamón con una red de piedras preciosas? Alguien que puede para que sepas que tú no. Tendrás las rosas, pero no las suyas.
Ese es el método de exclusión de la estratificación de clase, buscar algo que permita excluirte de sus espacios, de sus lugares de disfrute, de sus productos de consumo. Por eso buscan avergonzar a quien disfruta de unas vacaciones o una mariscada, para que te escondas cuando lo haces, para que no puedas disfrutar cuando tu trabajo te permite ocupar una casa frente a un mar limpio y no una colmena abarrotada en un pueblo costero contaminado. Porque la derecha busca siempre marcarte como a una yegua de su propiedad, ubicarte en el redil adecuado, dejarte claro cuál es tu sitio. Alberto Prunetti en su libro Amianto narra cómo en la fábrica en la que trabajaba su padre se daban tres becas a los hijos de los trabajadores de la industria pesada en el que desarrollaba su oficio. Eran tres becas, dos de un millón y medio de liras y una de quinientas mil. Las tres máximas notas la sacaron la hija de un ingeniero, la de un directivo de la empresa y la del hijo de un obrero. Obviamente la beca de menor importe se la dieron al hijo del trabajador, a Alberto Prunetti, que entendió cuál iba a ser su lugar: "Me di cuenta de que, desde ese día, iba a ser siempre el primero de los excluidos entre los idóneos".