Recientemente se han publicado los resultados del último análisis cuadrienal sobre la evolución de la capa de ozono respaldado por las Naciones Unidas. La conclusión del informe realizado por un grupo de expertos es que la capa de ozono se está recuperando y se estima que dentro de unos cuarenta años alcanzará los valores de 1980, anteriores a la conformación del agujero de la capa de ozono. La noticia ha sido muy celebrada por todos, sin embargo, no es nada nuevo. Hace más de veinte años que sabemos que la capa de ozono se está recuperando. Una de las razones de la buena acogida de la noticia es que siete de cada diez personas han entendido erróneamente que esto supone que estamos arreglando el cambio climático. La realidad es que el cambio climático no es consecuencia del agujero de la capa de ozono, de hecho, los dos fenómenos apenas guardan relación entre sí.

La creencia popular de que estos dos fenómenos guardan entre sí una relación causal es un problema clásico para los científicos que nos dedicamos a la cultura científica. De hecho, es un parámetro habitual que se usa en los estudios sobre el nivel cultural de la población. En España, el porcentaje de quienes asumen como verdadero el enunciado "el cambio climático es una consecuencia del agujero de ozono" ha aumentado del 59 % en el año 2000 al 71,1 % en 2013.

Esa confusión tiene raíces variadas. Una de ellas es que los dos asuntos saltaron a la opinión pública casi a la vez, entre finales de los ochenta y principios de los noventa. Además, en los currículos educativos a menudo el calentamiento global y el agujero de la capa de ozono se tratan de forma simultánea, contribuyendo a mezclar estos conceptos. Otra razón es que los dos son fenómenos medioambientales que conciernen a la atmósfera. Además los dos fenómenos son consecuencia de la emisión de gases a la atmósfera: el dióxido de carbono es el gas protagonista del cambio climático y los freones del agujero de la capa de ozono. El uso del genérico 'gases' o 'sustancias químicas' ha potenciado la confusión. Esto ha propiciado algo incluso peor, y es asociar equivocadamente la química con la destrucción, en lugar de con el progreso y el bienestar. La percepción de la ciencia más como una amenaza que como una fuente de bienestar comenzó a gestarse entre los años setenta y ochenta, hasta alcanzar en los últimos años la cota más alta de desconfianza. Se conoce como efecto Frankenstein y ha contribuido a la percepción de que todos los fenómenos medioambientales tienen un origen común.

Que esta falsa creencia esté tan arraigada en la cultura común resulta de gran interés epistemológico. Usar "agujero de la capa de ozono" como metáfora de un fenómeno complejo como es la disminución anómala de la concentración de ozono en la estratosfera fue un éxito para transmitir la idea de la importancia de este fenómeno y de sus consecuencias. Dado que el ozono de la estratosfera nos protege de la radiación ultravioleta UVB, visualizar el fenómeno como un 'agujero' por el que 'se cuelan' los rayos cancerígenos del sol resultó muy ilustrativo. De ahí a pensar que por ese agujero se cuelan unos rayos que calientan la Tierra y que esto provocó un cambio climático hay un paso muy pequeño que dar. Más que un paso, un tropiezo intelectual.

Asimismo, resultó sencillo explicar que había unos gases, los CFCs (clorofluorocarburos, también llamados 'freones') que se emitían a la atmósfera y destruían la capa de ozono. El mecanismo a través del cual los freones atacan la capa de ozono es una reacción fotoquímica: al incidir la luz sobre la molécula de CFC, se libera un radical de cloro, muy reactivo y con gran afinidad por el ozono, hasta tal punto que rompe la molécula de ozono e inicia una reacción en cadena altamente destructiva. Como los CFCs se encontraban en los productos en espray que tanto utilizamos (lacas, pinturas, desodorantes, etc.) la gente los reconoció fácilmente. En realidad los freones que se utilizaban en la industria como refrigerantes eran los que de verdad contribuían a destruir la capa de ozono, y las lacas y desodorantes no eran significativos desde un punto de vista medioambiental, pero sirvieron para que la gente sintiese que sus gestos cotidianos contribuían a la causa ambientalista. Esto mismo está sucediendo con el cambio climático, donde los pequeños esfuerzos individuales se suelen presentar como la solución, aunque apenas contribuyan a ella.

El cambio climático que está cursando con un calentamiento global es consecuencia de la emisión de gases de efecto invernadero como el dióxido de carbono. Estos gases se acumulan en la atmósfera y actúan como una barrera que no deja escapar la radiación calorífica, aumentando así la temperatura media del planeta y provocando eventos climáticos extremos. Los CFCs también son gases de efecto invernadero, lo que ha engrosado la confusión, sin embargo, su contribución al calentamiento global es insignificante en comparación con otros gases como el dióxido de carbono, el metano o el óxido nitroso. Otro factor de confusión está en que el gas ozono tiene un papel diferente según la capa de la atmósfera que ocupa. Así, el ozono estratosférico es protector, es el que compone la capa de ozono; mientras que el ozono troposférico es destructivo, es el que ocupa el estrato más bajo de la atmósfera, siendo un potente oxidante que afecta a la salud de los sistemas biológicos y un gas de efecto invernadero que contribuye al cambio climático.

El agujero de la capa de ozono se ha conseguido reducir gracias a tres cosas: primero, la descripción química del mecanismo de reacción por el cual los CFCs destruyen el ozono, que fue crucial para entender el problema y ponerle freno, lo cual condujo a los científicos Paul Crutzen, F. Sherwood Rowland y Mario Molina a recibir el premio Nobel de Química de 1995; segundo, un acuerdo internacional para reducir las emisiones de CFCs; y tercero, el sector químico ya había desarrollado una familia de sustancias candidatas a sustituir de forma rápida y eficaz a los CFCs.

Unos años después del descubrimiento del agujero de la capa de ozono se llegó a un acuerdo internacional en 1987 que se conoce como el Protocolo de Montreal. Este protocolo es un esfuerzo unido de gobiernos, científicos e industrias coordinados por la UNEP (Programa Ambiental de las Naciones Unidas). El acuerdo consistió en regular la producción y uso de los CFCs hasta su desaparición gradual. En la Unión Europea se prohibieron totalmente en 1996. Aunque la transición no fue ni sencilla ni barata, por aquel entonces ya contábamos con gases sustitutos para los CFCs que cumplían el protocolo. Eran los HFCs (hidrofluorocarburos), compuestos análogos a los CFCs que carecen de cloro y, por tanto, sin capacidad de destruir la capa de ozono. Los CFCs vinieron a sustituir a los antiguos refrigerantes de amoniaco y dióxido de azufre que eran tóxicos y más peligrosos. Los CFCs son compuestos volátiles que se licúan con facilidad, más o menos inertes, no tóxicos y no combustibles. Los HFCs son similares, pero además tenían la ventaja de no reaccionar con el ozono. Por tanto, la química dispuso una solución adaptada a las necesidades de la industria.

Con el cambio climático la solución no es tan sencilla. Reducir las emisiones de gases de efecto invernadero sigue siendo un reto científico que además compromete de forma mucho más profunda el bienestar económico y social. No obstante, lo logrado con el agujero de la capa de ozono despierta un optimismo sensato; además, sienta un precedente del que podemos extraer dos aprendizajes: uno es que se requiere de un compromiso político internacional y otro es que este compromiso debe ir alineado con el conocimiento científico.