Hay y ha habido importantes científicos que se declararon abiertamente religiosos, y eso no afectó negativamente a su desempeño en la ciencia. Esto es indicativo de que el ejercicio de la ciencia no es incompatible con la fe. Pero voy más allá: la ciencia no es incompatible con la fe. De hecho, la ciencia comparte ethos con algunas religiones, entre ellas la católica.
La palabra ética proviene del griego ethos y significaba, primitivamente, estancia, lugar donde se habita. Posteriormente Aristóteles afinó este sentido y, a partir de él, la definió como el modo de habitar el mundo. Así que actualmente podríamos definir el ethos como la forma común de vida o de comportamiento que adopta un grupo de individuos que pertenecen a una misma sociedad y que comparten concepciones morales.
Con esta definición está claro que la ciencia y algunas religiones comparten ethos, puesto que comparten concepciones morales, es decir, comparten la misma definición del bien y obran por la consecución de ese bien: bienestar social, igualdad de oportunidades, principio de solidaridad, etc. Y no solo esa idea de bien tangible, sino que comparten una idea más elevada del bien; ese bien que es indistinguible de la búsqueda de lo bello y lo verdadero.
Platón fue uno de los primeros filósofos que definió en una tríada los principios rectores de la humanidad –belleza, verdad y bondad–. Para Platón lo uno no existe sin lo otro, o lo uno es indistinguible de lo otro. Así, lo bello es por definición bueno y verdadero, del mismo modo que el bien es bello y verdadero, o que la verdad es buena y bella. Estos tres conceptos fueron separados por Kant, entre otros, asumiendo que se puede dar lo uno sin lo otro. De hecho, la filosofía cuenta con tres compartimentos dedicados a cada uno de los elementos de la tríada: la ética estudia la moral, la estética estudia la belleza y la epistemología estudia la verdad. Sin embargo, aunque los tres conceptos se puedan separar, es imposible deshacerse del regusto moral que hay en lo bello y en lo verdadero. Esto es especialmente notorio en la ciencia, donde la belleza es un criterio de verdad, y donde el compromiso sin fisuras con la verdad es la definición fundamental de ética de la ciencia.
La extendida creencia de que la ciencia y la fe son incompatibles nace del desconocimiento de lo uno sobre lo otro. Si vamos a los dos extremos –presentándolos como caricaturas– a un lado tenemos al «sabelotodo de la ciencia», y al otro al «sabelotodo de la religión».
El «sabelotodo científico» cree haber encontrado en la ciencia una descripción materialista del mundo que le resulta suficientemente satisfactoria. Entiende las abstracciones de la religión como si fuesen literales, como si los textos religiosos fuesen escritos con precisión científica. Es como mofarse de la inverosimilitud de la historia de Jesús, en lugar de interpretar que representa la mediación entre lo humano y lo divino, la materia y el espíritu, y que simboliza la moralidad cristiana, tal y como lo definieron Hegel o Nietzsche.
El «sabelotodo religioso» llega a conclusiones concretas haciendo interpretaciones literales de las metáforas de los libros religiosos y les suman palabras científicamente analfabetas. Es como un exégeta –persona que interpreta o expone un texto, especialmente la Biblia– que creyese haber encontrado en los textos sagrados un tratado de biología.
Por tanto, el sabelotodo, tanto de la ciencia como de la religión, está enfermo de literalidad. Como un adulto que cree que los cuentos que le contaban de niño no son ficciones, o parábolas, sino hechos que le relataban como ciertos.
La hermenéutica –disciplina filosófica que estudia la interpretación de los textos– se remonta a la exégesis bíblica y a la explicación de mitos y oráculos de la antigua Grecia. Es como si el sabelotodo se hubiese perdido desde el principio, en el origen mismo de la hermenéutica. Los dos extremos son aberraciones, son posturas engañosas(demoníacas), y revelan un desconocimiento, primero filosófico, y segundo religioso y científico.
Hace unos días conversando con un buen amigo acerca del futuro, salió a colación la ambición de encontrar la «teoría del todo» –ambición más de la ciencia ficción que de la ciencia–; una teoría o gran ecuación que describiese todos los enigmas del universo y el misterio de la vida. Sin embargo, aunque pudiésemos colocar átomo a átomo cada una de las moléculas que forman un ser vivo, este no viviría. Porque somos más que átomos concatenados. Hace casi veinte años escribí unos versos que así lo ilustran: estamos hechos de la misma partícula elemental pero chispeante.
El bioquímico Oparin formuló en 1924 la hipótesis del origen de la vida a partir de una «sopa primigenia» rica en compuestos orgánicos –carbono, nitrógeno e hidrógeno mayoritariamente– expuesta a radiación ultravioleta y energía eléctrica. La hipótesis de Oparin se convertiría más tarde en el experimento de Miller y Urey. El experimento consistió en mezclar en un recipiente sellado herméticamente los diferentes compuestos orgánicos en la proporción que se encontrarían en la Tierra primitiva y someterlos a calor y descargas eléctricas. El experimento concluyó con la obtención de varios aminoácidos y un carbohidrato, que son algunas de las moléculas elementales que conforman a los seres vivos. El experimento se ha reproducido en varias ocasiones con ligeras variaciones, pero nunca se ha logrado obtener vida ni ningún biopolímero próximo a ser considerado una forma primitiva de vida. Sin embargo, este experimento y otros similares han servido para aportar evidencias que apoyan el desarrollo evolutivo de la vida y para abrir nuevas ramas de la biología como la astrobiología, que estudia el origen, evolución, distribución y futuro de la vida en el universo.
La electricidad se ha considerado durante mucho tiempo como la chispa de la vida. Del mismo modo que Oparin propuso la electrocución de la sopa primigenia como posible origen de la vida, el fisiólogo Galvani había sugerido en 1780 que los impulsos eléctricos que producen las contracciones musculares de los seres vivos –algo que descubrió sometiendo a descargas eléctricas a una rana muerta– son en realidad la «fuerza vital».
La «fuerza vital» es un concepto que los filósofos vitalistas utilizaban para distinguir la materia viva de la materia inerte; como un impulso vital –también llamado espíritu o alma– que no se puede explicar a partir de los conocimientos generados por la física o la química. El vitalismo, por tanto, surgió como oposición al mecanicismo, que sugiere que los seres vivos son comparables a las máquinas y que la mente es el resultado de la disposición de los órganos de la máquina, del mismo modo que los movimientos de un reloj derivan de la disposición de sus engranajes y contrapesos. Así lo describía Descartes.
En la misma línea de pensamiento que Galvani, en la ficción el doctor Frankenstein reunió retazos de carne y mediante descargas eléctricas consiguió insuflar vida a los átomos concatenados de su monstruo. Así, la diferencia entre lo vivo y lo muerto sería eléctrica; igual que cuando se apaga la electricidad de las neuronas, se apaga la vida. La electricidad son electrones en movimiento, o como en las neuronas, son iones que se bombean de un lado a otro generando diferencias de potencial que se traducen en pensamiento. Como si la electricidad fuese lo que conecta el cerebro con la mente, que son cosas bien distintas. Comparar la materia con la vida es como comparar un piano con la música.