La calle huele a lumbre, a castañas y al perfume fresco de las dalias. Las floristerías están a rebosar con los preparativos del Día de Difuntos. Hoy es un día festivo que se celebra llevando flores al cementerio por la mañana, limpiando la lápida de la familia al resguardo de los cipreses, comiendo huesos de santo y calentando las manos con un cucurucho de papel de periódico lleno de castañas asadas. Estas tradiciones son las que nos unen con la propia infancia, con nuestros abuelos, con los abuelos de nuestros abuelos, y nos mantienen los pies en la tierra.
El Día de Todos los Santos se celebra el 1 de noviembre, una fecha marcada por la astronomía. La Tierra atraviesa un punto intermedio entre equinoccios y solsticios. Durante los equinoccios la Tierra tiene los dos polos situados a la misma distancia del Sol, por eso los dos hemisferios reciben la misma cantidad de luz, provocando que el día y la noche tengan la misma duración en casi todo el planeta. Esto ocurre dos veces al año, por eso en el hemisferio norte en marzo comienza la primavera y en septiembre el otoño. Durante los solsticios ocurre que un hemisferio está más próximo al Sol y recibe el máximo de luz mientras que el otro hemisferio recibe el mínimo. Esto sucede porque el eje de rotación de la Tierra está inclinado. El solsticio de verano sucede en junio en el hemisferio norte, por eso los días son más largos; mientras que el solsticio de invierno sucede en diciembre cuando hay más horas de oscuridad. El 1 de noviembre está a medio camino entre el otoño y el invierno, por eso se nota que las noches crecen y los días encogen, de ahí que el 1 de noviembre marcase el inicio del nuevo año celta. Se cree que la festividad pagana del Samaín tiene ahí su origen, celebrando la noche de transición entre el año viejo y el nuevo. Entonces se creía que en ese momento en el que la oscuridad se adueñaba de los días, los muertos descendían al reino de los vivos. Para espantarlos encendían hogueras, para amansarlos les ofrecían alimento y para pasar desapercibidos se disfrazaban. Estos rituales del Samaín podrían ser el origen de la fiesta norteamericana de Halloween, que etimológicamente procede de la forma escocesa All Hallows' Eve que significa "víspera de los Santos".
El Día de Todos los Santos es una solemnidad cristiana en la que se celebran no solo los beatos o santos que están canonizados y tienen su día propio, sino todos aquellos que no lo están pero han servido de estímulo y ejemplo para los cristianos. Al día siguiente, el dos de noviembre, se celebra el Día de Difuntos en memoria de los fallecidos. A menudo estas dos fechas se confunden porque se aprovecha el día no laborable para hacer la visita al cementerio.
La costumbre de llevar flores al cementerio se remonta a los tiempos en los que los fallecidos se velaban en las casas durante días. Antes de que existiesen las técnicas de embalsamamiento o que estuviesen al alcance de todos, el olor de la descomposición de los cuerpos se enmascaraba quemando incienso y cubriendo al difunto con flores que perfumaban el ambiente y hacían más agradable la vigilia. Esas mismas flores se utilizaban en el entierro para decorar la tumba. Esta costumbre se afianzó con el paso de los años, no solo durante la vigilia y el entierro, sino que engalanar los sepulcros con flores se convirtió en una práctica constante con la que conmemorar a los antepasados. Por eso el Día de Difuntos se celebra acicalando las lápidas, fregando la piedra, lustrando el metal y adornándola con las flores más pomposas de la temporada.
Los cipreses son los árboles de los cementerios. No solo los guarnecen, sino que los protegen. Son árboles muy longevos y de hoja perenne que no necesitan cuidados especiales. Soportan bien los cambios bruscos de temperatura y su verdor oscuro no varía con las estaciones, por eso simbolizan la eternidad. La altura de los cipreses sirve como cortavientos, por eso se plantan cerca de los muros, para proteger las construcciones del cementerio y resguardar a los visitantes. Y lo más importante, sus raíces crecen hacia abajo, verticalmente y en línea recta, de modo que al crecer no dañan las lápidas ni levantan los caminos.
En esta época los cementerios se llenan de crisantemos, violetas y dalias, por eso estas flores se asocian con los difuntos. Son las flores que en noviembre alcanzan la plena floración. También hay una razón biológica en el uso de violetas, y es que resisten muy bien el frío y las heladas propias de estas fechas. El color predilecto de las flores de este día es el morado. Es un color que tradicionalmente se ha asociado al poder porque resultaba muy costoso obtener pigmentos de ese color –antes de que se descubriese el púrpura de Perkin, el primer colorante sintético–. Sin embargo, desde la antigüedad el violeta ha tenido una connotación de duelo y su color oscuro se asimila al de la sangre derramada, quizá por eso en la mitología griega Hades, el dios del inframundo, raptaba a Perséfone mientras recogía violetas. Durante la Cuaresma y el Adviento los sacerdotes visten casulla morada para simbolizar la penitencia, un atuendo que también usan en las misas de difuntos.
El dulce típico de estas fiestas son los huesos de santo. La razón es la misma por la que ahora se comen castañas para celebrar el Magosto, porque es la época de recogida, y por la que se comen y se decoran las calabazas, para darle salida al excedente de producción que se alcanza en esta época del año. Los huesos de santo son un tipo de mazapán que se hace con huevos, azúcar y almendras. La temporada la marcan las almendras porque en septiembre suele terminar la recogida. También por eso en estas fechas comienza la venta de turrón de Jijona y de Alicante, que es una forma de conservar la almendra a lo largo del año. Tradicionalmente, los huesos de santo se rellenan con yema, una preparación que se hace en caliente ligando yemas de huevo con almíbar al punto de hebra elaborado con azúcar y agua. En la actualidad también se rellenan con cabello de ángel, chocolate, praliné…
El propósito de este dulce era alejarse de la forma tenebrosa de tratar la muerte propia de la cultura celta y ofrecer una imagen acogedora de los difuntos, más acorde con la concepción católica de la muerte como transición a la vida eterna. Se cree que fue un monje benedictino quien hizo por primera vez estos dulces en el siglo XVII, dándoles una simpática forma de hueso de tibia con su tuétano dentro. Se hicieron populares gracias a Francisco Martínez Montiño, el jefe de concina de Felipe II, que publicó la receta en 1611 en su famoso libro Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería.
Todas las tradiciones que atraviesan estos días especiales tienen un origen que se puede explicar desde disciplinas diferentes, desde la biología, la química, la teología, la astronomía, la historia… Unas disciplinas nutren a otras, rellenan lagunas y expanden los conocimientos que ya se tenían. Por eso mantener y honrar las tradiciones es una forma de respetar a todas las formas de conocimiento que nos han precedido y nos han convertido en quienes somos. En la tradición está nuestra genuina identidad, la que nos ha sido dada por nacer en un lugar y en una familia.