La palabra sérum se ha incorporado recientemente al Diccionario de la Lengua Española definiéndolo como "líquido más o menos denso, de efecto reparador, revitalizador, hidratante, etc., usado como cosmético". El término proviene del latín serum y desde mediados del siglo XX se utiliza en el sector cosmético para designar productos de alta concentración formulados para abordar necesidades específicas de la piel. Originalmente estaban destinados a tratamientos profesionales, pero con el tiempo pasaron a ser un producto de consumo general. La definición de la RAE es poco específica, productos como las cremas ligeras o los geles podrían encajar. Del mismo modo, la regulación sobre productos cosméticos tampoco considera los sérums como una categoría diferente a las cremas ni ofrece una definición precisa. No obstante, dentro del sector cosmético la diferencia entre sérums y cremas es bastante clara y generalmente se fundamenta en dos aspectos: uno es la formulación del producto, en concreto el tipo de emulsión, y el otro es la capa de la piel en la que actúan los ingredientes bioactivos.

La mayoría de los sérums son emulsiones, lo que significa que son mezclas estables de sustancias que, por su diferente naturaleza química, no se mezclarían. La mezcla estable de agua y aceite sería una emulsión. Muchos productos cosméticos son emulsiones formadas por una fase acuosa y una fase grasa, de ese modo se pueden incorporar ingredientes activos que sean solubles en una u otra fase. Las emulsiones se pueden hacer de dos maneras: o bien la fase grasa envuelve gotas minúsculas de fase acuosa (emulsiones W/O), o bien la fase acuosa envuelve gotas minúsculas de fase grasa (emulsiones O/W); las primeras resultan más untuosas que las segundas. El tipo de emulsión y la proporción entre fases es lo que da como resultado que un producto sea un sérum o una crema. Los sérums son, por lo general, emulsiones de tipo O/W con una elevada proporción de fase acuosa.

El tipo de emulsión influye en qué capa de la piel actúan los ingredientes. La capa más superficial de la piel, la epidermis, está cubierta por lípidos. Las cremas, cuya fase protagonista es la grasa, tienen mayor afinidad por esta capa de la piel. Es por ello por lo que las cremas cumplen principalmente la función protectora y reparadora de la función barrera de la piel. Por el contrario, los sérums, cuya fase protagonista es la acuosa, penetran a través de la epidermis hasta alcanzar la superficie de la dermis, que es donde actúan los ingredientes activos de la fórmula.

Que un producto actúe en capas más profundas de la piel no significa que sea mejor, sino que cubre unas necesidades específicas. Un ejemplo que se entiende muy bien es el del ácido hialurónico. El ácido hialurónico que se queda en la superficie de la epidermis cumple una función hidratante, protegiendo a la piel de la pérdida de agua; mientras que el hialurónico que es capaz de penetrar hasta la dermis cumple una función rellenadora. Las dos funciones son igualmente necesarias para mantener la piel bonita y sana. También por esa razón los sérums y las cremas se pueden (y se deben) usar a la vez. El sérum se aplicaría primero, penetraría hasta la dermis dejando la epidermis expuesta, y a continuación se aplicaría la crema para que actúe protegiendo la capa más externa de la piel.

Otra diferencia entre sérums y cremas es que normalmente los sérums tienen ingredientes activos en mayor concentración. No obstante, lo más importante no siempre es la concentración, sino la biodisponibilidad, es decir, cuánto de ese ingrediente aprovecha realmente la piel. La biodisponibilidad de un ingrediente la determina la calidad de la fórmula al completo, por eso una mayor concentración no siempre es sinónimo de mayor calidad o eficacia. La eficacia no se mide en función de la concentración de los ingredientes, sino que se evalúa en ensayos clínicos donde se mide el efecto del uso de un producto en el tiempo (si las manchas palidecen, si las arrugas se difuminan, si el acné desaparece, si se recupera el tono, etc.).