La percepción de la ciencia más como una amenaza que como una fuente de bienestar comenzó a gestarse entre los años setenta y ochenta, hasta alcanzar en los últimos años la cota más alta desconfianza. Se conoce como efecto Frankenstein.
Tengo varias conjeturas para explicar esta deriva. Las que considero más relevantes son: el descubrimiento del impacto medioambiental del desarrollo industrial, accidentes y errores del sector científico que tuvieron graves consecuencias a finales del siglo XX, la incultura científica que afecta a más de la mitad de la población, la emoción como alternativa a la razón, la escasez de profesionales con formación científica en los medios de comunicación, la inverosímil tendencia de un sector de la divulgación de descalificar la actividad científica, decisiones políticas de gran impacto social y económico que se han desviado del consenso científico, o que solo las malas noticias son noticia. A continuación, desarrollo estas conjeturas.
Hoy disfrutamos de mejor calidad de vida que nunca. Nos mantenemos más jóvenes y con mejor salud que nuestros antepasados, gracias sobre todo a la ciencia y la tecnología. Sin embargo, solo el 45,9% de los españoles cree que los beneficios de la ciencia y la tecnología son mayores que sus perjuicios. Son datos extraídos de la última encuesta de percepción social de la ciencia de la FECYT. En cambio, cuando la afirmación se formula al revés (los perjuicios de la ciencia son mayores que sus beneficios) responden afirmativamente el 12,9% de los encuestados. Salvo excepciones estos datos han ido empeorando con el paso de los años. En 2018 el 60% creían que los beneficios de la ciencia superaban a los perjuicios (el 5,7% cuando la afirmación se formulaba al revés). Además, en la última encuesta se reveló que el 12,2% cree que los problemas del medio ambiente se deben, sobre todo, al desarrollo de la ciencia y la tecnología.
También hay un importante desajuste con respecto a quién se le otorga credibilidad en temas medioambientales. Los datos ofrecidos por las instituciones académicas (centros de investigación y universidades) y por el IPCC (el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático), que son representantes del consenso científico, son quienes gozan de mayor credibilidad por parte de la ciudadanía. Son datos ofrecidos por el CSIC a partir del estudio en el que se analizaron las fuentes de información científica sobre el cambio climático. Sin embargo, organizaciones ecologistas como Greenpeace, que a menudo se desvían del consenso científico, gozan de la misma credibilidad que las instituciones y las autoridades científicas. Por debajo están los gobiernos, y en último lugar está la credibilidad de las empresas. Una de las explicaciones a todo esto es la incultura científica.
Más de la mitad de la población reconoce que no entiende las noticias sobre ciencia. Además, las encuestas revelan que hay carencias severas en el conocimiento de conceptos científicos básicos (por ejemplo, cuál es la diferencia entre un virus y una bacteria, qué es el número pi, qué es un transgénico, qué es la inteligencia artificial o qué es el efecto invernadero). Aunque conocer los conceptos científicos básicos es importante, también lo es conocer cómo funciona el sistema científico. Entender qué es la verdad para la ciencia, cómo se llega al consenso científico, podría mitigar las incoherencias relativas a la credibilidad de las fuentes.
Otra de las explicaciones de esta tendencia a percibir la ciencia como amenaza es que en los años sesenta y setenta se empezaron a conocer los efectos medioambientales del desarrollo industrial. Se descubrió la lluvia ácida y sus consecuencias, se descubrió el agujero de la capa de ozono, y en los años ochenta se llegó al consenso sobre el origen y las consecuencias del calentamiento global. Las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki fueron la imagen del poder destructor de la ciencia. Más adelante el accidente de la central nuclear de Chernóbil terminó de perfilar el temor generalizado sobre todo lo que concierne a la física nuclear. En los años sesenta se descubrió que algunos fármacos con talidomida contenían un enantiómero que causó malformaciones en los bebés. En los años ochenta se detectaron los primeros casos de encefalopatía espongiforme en vacas y la adulteración del aceite de colza provocó una de las mayores crisis alimentarias. Todos estos acontecimientos concentrados en un periodo de tiempo tan breve predispusieron hacia la desconfianza en la ciencia.
Aunque en paralelo se produjeron grandes avances en materia de salud, sobre todo en salud pública, seguridad alimentaria o seguridad laboral, las malas noticias han ocupado más espacio en los medios de comunicación que las buenas noticias. En la actualidad este sesgo está aún más acentuado: solo las malas noticias son noticia. Esto es así porque la normalidad es que todo funcione correctamente. Las cosas se hacen bien en general. Los sectores científicos y tecnológicos como la industria farmacéutica, alimentaria o agrícola funcionan hoy mejor que nunca, con una creciente preocupación por el cuidado de la salud humana, animal y medioambiental. Por eso solo las malas noticias son noticia, porque son lo excepcional. Además, las malas noticias son las que generan más impacto, es decir, las que captan más atención y generan más tráfico para los medios de comunicación.
El atractivo de las malas noticias también ha sido aprovechado por cierto sector de la divulgación científica, que ha buscado notoriedad a base de descalificar la labor científica. Se han hecho populares los trabajos acerca de las sombras del sector farmacéutico, del lado oculto de la industria alimentaria, o de los engaños de cualquier otro sector científico y tecnológico. Aunque en todos los sectores se cometen errores, y la ciencia y la tecnología no son una excepción, dedicarse a señalar los problemas de forma reiterada es como tener al enemigo en casa. Así que la divulgación científica no siempre sirve para mejorar la percepción social de la ciencia, sino que esta tendencia amarillista está contribuyendo a empeorarla. Son el caballo de troya de la ciencia. Con la de cosas maravillosas que se hacen en ciencia, alguno solo habla del 0,0001% que no se ha hecho bien. Si los propios científicos son quienes se dedican a desacreditar la ciencia, no es de extrañar que haya tantas personas que desconfíen de la ciencia, que haya negacionistas, conspiranoicos o movimientos anticiencia en general.
Otra de las explicaciones, relacionada con todas las anteriores, es que la desinformación no solo campa a sus anchas en las redes sociales y en algunos medios de comunicación, sino que llega a alcanzar la categoría de norma. Uno de los ejemplos más ilustrativos son las políticas medioambientales, más preocupadas por satisfacer a la opinión pública que por alinearse con el consenso científico. El desorbitado precio de la energía que estamos sufriendo hoy es consecuencia de malas decisiones tomadas décadas atrás, como la de desplazar la energía nuclear y mantener la dependencia de los combustibles fósiles. También tendremos que lidiar en un futuro no muy lejano con las consecuencias de las normativas sobre materiales como los plásticos. El impacto medioambiental de sustituir el plástico de envases por cartones o algodones lo sufriremos en un par de décadas si las normativas siguen como hasta ahora, contrarias al consenso científico.
El problema es que la arbitrariedad de las decisiones de las administraciones en materia científica es percibida por parte de la sociedad como si fuesen decisiones tomadas por la comunidad científica. La consecuencia es que el impacto económico y social de las malas decisiones políticas se entienden como resultado del capricho de los científicos. Un ejemplo de esto fueron las sucesivas leyes del tabaco. Todos los bares y restaurantes que se reformaron para albergar una zona separada para fumadores, pronto no sirvieron para nada, porque se acabó prohibiendo fumar dentro de esos establecimientos. Lo mismo está ocurriendo con la regulación de fitosanitarios o la oposición al uso de algunas tecnologías de ingeniería genética en agricultura, que está asfixiando al sector e impidiendo que sea competitivo a la vez que sostenible. Por eso algunas personas temen a la ciencia, como si cualquier descubrimiento u ocurrencia con supuesto fundamento científico tuviese el poder de llevar a la ruina un negocio entero.
Por todo esto, se necesitan profesionales con formación científica para garantizar que las decisiones políticas estén de verdad alineadas con el consenso científico. Además, es fundamental evaluar el impacto económico y social de esas decisiones, para que el remedio no sea peor. Asimismo, se necesitan más científicos en los medios de comunicación que sirvan de brújula, y también de filtro ante la desinformación y la anticiencia, para generar una opinión pública de calidad. La comunidad científica tiene su responsabilidad. Debemos ser honestos y transparentes, aunque implique ir en contra de modas y prejuicios, con la evidencia científica por bandera.
Poco a poco las emociones han ido ganando terreno a la racionalidad. Esto ha pasado factura a la percepción social de la ciencia, ya que la ciencia se ha asociado tradicionalmente a la racionalidad y a los ideales ilustrados. Al mismo tiempo, la ciencia ha ofrecido respuestas materialistas a enigmas antes solo abordados por la religión, tales como la evolución humana o el origen del universo. Esto ha abierto la puerta no solo a nuevas formas de espiritualidad, sino también a una escala de valores diferente que ha alcanzado a todas las formas de conocimiento, incluso a la ciencia. Esto ha tenido como consecuencia que los hechos científicos hoy se juzguen desde la moralidad o, en el peor de los casos, desde las emociones, en lugar de desde la racionalidad propia del ejercicio científico.
Esto es lo que hoy en día se denomina «movimiento woke». Los hechos ya no se validan bajo criterios racionales, sino bajo criterios emocionales, es decir, un hecho científico puede resultar ofensivo o inmoral y eso se asume como criterio de invalidez. Por eso el desprecio a la razón ha resultado en un menor predicamento social de la ciencia. Ver la ciencia como una amenaza es un síntoma.
Sin embargo, aunque el mundo dé la espalda a la racionalidad, soy optimista. La ciencia se abre camino por la fuerza. Es un momento idóneo para dar un golpe en la mesa. Estamos superando una pandemia gracias a la ciencia y la tecnología. Si esto no hace que la ciencia se perciba como fuente de bienestar, ¿qué lo hará?.