Luis tiene un bar en frente de casa. Una de esas tascas pequeñas, alicatada hasta el techo, póster de equipo de fútbol de los 80, máquina tragaperras, televisión atronando y matamoscas eléctrico. De los pocos bares que resisten en el barrio a las todopoderosas y anodinas franquicias. El local no es ningún regalo para la vista ni ha sido amueblado por interiorista alguno. Ni falta que le hace. Luis y su bar tienen personalidad propia. Conoce el nombre y gustos de cada parroquiano, retoma la conversación en el mismo punto en que quedó suspendida en tu última visita, se fija en el corte de pelo de sus clientas mas veteranas y te guarda lotería aunque no se la hayas pedido. Por si este tratamiento personalizado y profesional digno de mayordomo británico de la época victoriana no fuera suficiente, está lo de su cocina.
Pequeña y prieta, los fogones de Luis no son dados a esferificaciones o humos con sabor, pero sacan adelante una tortilla y unos fritos dignos de salve rociera y salva de 21 cañonazos.
Epicentro de la vida social en la manzana, fue el lugar donde apuré los últimos minutos previos al confinamiento. Su cierre fue de una pompa tal que faltó un toque de corneta en homenaje a los caídos.
Tras 45 días de encierro, ayer volvía a casa cargado con la compra y embozado tras una mascarilla con más kilómetros que el coche de Carlos Sainz, cuando me fijé en el bar de Luis. Tenía la persiana subida.
Me acerqué a la puerta a saber de él y me lo encontré de lo más atareado, acompañado de su único trabajador, ambos desinfectando barra y paredes como si fueran a trasplantar un riñón esa tarde. Me hizo un gesto para que mantuviera la distancia de seguridad y desde la puerta me confirmó que la desesperación le ha llevado a abrir en la fase cero para, al menos, colocar a domicilio unas tortillas que le permitan afrontar el pago de todo lo que acumula y llevar algún dinero a una familia que depende de ese bar de 15 metros cuadrados con una barra de lado a lado. Para eso, y para no tirar género, que cada euro cuenta. No es muy optimista, pero si no hace algo pronto, Luis no podrá abrir en "la nueva realidad" y su hueco será ocupado por alguna franquicia de esas que te sacan pulgas de jamón como suela de esparto con cubos de botellines de cerveza insípida a ritmo de reguetón.
Luis no tiene terraza porque no tiene acera. Con un metro de ancho poca sombrilla podría colocar ahí, y la limitación del aforo al 30% limitaría a seis personas el total de clientes a acoger. El único camarero de Luis tendrá que seguir en el ERTE -a ver si lo cobro de una vez, suspira el ayudante- un 30% de la facturación no da para dos sueldos, ese aforo no asegura la rentabilidad de la tasca decana de mi calle. Y menos aún para pagar el alquiler del local. Luis no es de quejarse, espartano como un veterano de guerra le cuesta protestar, pero la desesperación le puede: "Aún no sé qué pasa con las ayudas para el alquiler. En el ayuntamiento me mandan al Gobierno de la comunidad y viceversa, nadie sabe nada y ni siquiera pueden informarme de qué papeles reunir para solicitar una moratoria. Mi casera es una señora mayor y vive de este alquiler, no quiero dejar de pagarle aunque ella insiste en que se amoldará a mis posibilidades. Igual le tengo que pagar abril en tortillas". Las ayudas van a ser fundamentales, asegura un hostelero acostumbrado a jornadas de sol a sol, y no encuentra información suficiente para nadar entre el proceloso mar de burocracia al que se enfrenta.
Luis levanta unas mamparas de plástico para colgarlas de unos ganchos sobre la barra. "Aún no sé qué nos pedirá Sanidad para trabajar, no han aclarado el protocolo, esto es como cuando la prohibición de fumar, mucho ruido y pocas certezas, pero algo harán estos plásticos. Tampoco han salido baratos precisamente. ¡Espero que ahora Sanidad no nos pida a todos metacrilato!". Los pone para la última fase, esa en la que podría trabajar a medio gas. Con el aforo al 30% no le compensa abrir. "¡Atender a seis personas no me da ni para pagar autónomos! Me pregunto si el que diseñó este endiablado plan ha gestionado alguna vez algo. Esto es peor que volver a empezar de cero".
Sobre la barra descansan un par de cajas llenas de guantes y mascarillas, pero Luis ha ido más allá en su intención de certificar la seguridad de su local y convencer a los clientes más hipocondríacos: me enseña un mono blanco de esos que visten los sanitarios en las noticias. "Me ha costado dar con él, pero un proveedor de Mercamadrid me lo ha dejado a buen precio. Si hace falta, serviré vestido de astronauta. Lo único que me preocupa - dice pellizcando el traje de protección - es que esto no arda como la yesca si le salpica una gota de aceite hirviendo".
Dejo a la leyenda de la fritura del barrio con sus preparativos, animosos carteles "juntos salimos" incluidos, adaptar su pequeño bar para ese escenario post apocalíptico que llaman "nueva realidad". Antes de cerrar la puerta me llama. "Por cierto. Usted que esta en contacto con ese sanedrín de listos que son los políticos. ¿Podría preguntarles por qué mi local tiene que estar al 30% en la fase dos y las misas al 50%? ¡Yo también puedo echar homilías desde mi barra, perdonar pecados con el vermú y mis tapas se multiplican como los panes en las bodas de Caná!"
Luis tiene mucho arte. No sólo pochando cebolla para la tortilla.