Cuando en aquella Navidad de 2011, Juan Carlos, acorralado por la conducta de su yerno, Iñaki Urdangarin, dijo aquello de que todos éramos iguales ante la ley, sabíamos que se refería a nosotros y no a él.
Es la inviolabilidad recogida en la Constitución. Una prerrogativa que sus defensores atribuyen a la justa protección de la institución monárquica pero cuyo beneficiario se empeña en concebir, con arrogancia dinástica, como un privilegio medieval como ciertamente es. La inviolabilidad, sin embargo, no se proyecta más allá de las funciones tasadas que la propia Constitución atribuye al Jefe del Estado, y no a otras que sean constitutivas de ilícitos penales o que sobrepasen la ejemplaridad en la que, dicen, se basa la propia justificación de la existencia de la monarquía.
No es la primera vez pero, de nuevo, estamos en éstas. A la investigación en Suiza por depósitos millonarios procedentes, al parecer, de comisiones y otras regalías saudíes, se une la intención de Corinna Larsen, beneficiaria regia, de llevar a los tribunales británicos a Juan Carlos por asuntos que tienen que ver con la divulgación de secretos de Estado, con la implicación, ni más ni menos, como otras veces sospechado, de los servicios de inteligencia españoles. Del CNI, al que tanto escrúpulo exigen los beneficiarios canosos de la Transición, asociados a la Corte o “Corteta”.
No me interesan nada los secretos de bragueta, pero si los secretos de Estado que se escapen por una bragueta que ha estado, parece, abierta hasta el amanecer, como toda gozadera que se precie. También que por esa bragueta se escapen los impuestos con los que generosamente sostenemos a la Corona, Rey, su familia y sus necesidades, no comunes, regias.
La inviolabilidad no puede alcanzar la actividad de comisionistas o traficantes de influencias durante una magistratura regia, no son funciones sometidas al refrendo responsable por ministro o presidente alguno. El aforamiento exigido más allá de la abdicación tampoco puede amparar actividades económicas ilícitas, menos las ilegales, lejos aún las relativas a evasión de impuestos o blanqueo de capitales que tantísimo golpean el esfuerzo de los ciudadanos de España y de todas las democracias europeas.
La actitud de Juan Carlos, al que hay que presumirle inocencia y el derecho a su defensa jurídica en plenitud, si se pudiera constatar, es un golpe durísimo para los pilares que sustentan la monarquía constitucional. Es verdad que un hijo no tiene por qué ser responsable de las conductas de su progenitor, pero una monarquía, como anomalía, no es elegible sino hereditaria y eso trae consecuencias.
Además, compromete a los poderes políticos poniéndolos en una situación de violencia institucional al tener que verse obligados a parapetar al Estado ante la irresponsabilidad de una eventual culpabilidad por estas actitudes.
Invocar la inviolabilidad para impedir una investigación parlamentaria, cuando la judicial está cegada, debilita particularmente a la propia monarquía y golpea la reputación de la democracia y de los que apoyan el veto.
No habrá investigación, pero: “Quosque tandem abutere Catilina patientia nostra? ¿Hasta cuándo, Juan Carlos, abusarás de nuestra paciencia?