¿Qué pasaría si todas las madres dijéramos la verdad? ¿Qué pasaría si confesáramos nuestros pensamientos impuros, si compartiéramos nuestros fallos, si cuestionáramos el modelo de madre que nos imponen, lleno de "deberías" y "tendrías que"? Tendrías que conseguir que durmiera en su cama sola. No deberías dejarle llorar. Tendrías que ser más exigente. No deberías castigarle y mucho menos chantajearle. Tienes que ponerle más límites. No deberías gritarle. Tendrías que cuidarte más. No deberías salir si está malita, ¿qué clase de madre eres? ¿No las echas de menos? Deberías gestionar mejor su frustración, sus miedos, sus celos, su…
Y da igual que esto te lo diga tu pareja, tu madre, tu amiga, el abuelo, la madre del vecino o tu propia conciencia. Porque, ¿sabes lo peor de estas obligaciones? Que no te permiten ser la madre que quieres ser y te obligan a construir tu identidad como persona a partir de la madre que tienes que ser.
Diez años llevo desmitificando la maternidad y aun así cada día en redes sociales, en medios de comunicación veo el juicio constante a las madres "famosas". Cuestionamos todo lo que dicen y hacen porque todas desde nuestro lugar, desde nuestra casa, nos creemos mejores madres (y padres).
¿Qué pasaría si dijéramos hasta aquí, si destapáramos lo invisible de la maternidad? Lo que duele, lo que duele profundo, lo que realmente no confesamos porque nos hace sentir insuficientes, culpables, siempre culpables. ¿Qué pasaría si por una mirilla nos vieran agotadas encerradas en el baño llorando, respirando porque no podemos más o con nuestro bebé en brazos sin soportar que llore ni un minuto más de madrugada? ¿Seríamos la madre que se espera de nosotras? ¿Seríamos la madre que creemos ser y que vendemos que somos?.
Tengo clavada en mis retinas aún la imagen de Amaya, protagonista de 'Cinco lobitos' cuando se le cae su bebé de la cama. Ese instante, aquel primer instante. Llevaba meses dejándola en mitad de la cama de matrimonio dormidita, mientras yo tecleaba para sacar adelante alguno de los pocos proyectos que tenía. Después de renunciar a mi trabajo, me hice autónoma y aprovechaba sus siestas para avanzar lo que podía. No era primeriza, era mi segunda hija y aun así me olvidé de que llega un día, de repente, que comienzan a girarse y zas. Cuando la vi en el suelo, entre la cuna y la cama, recé bajito para que estuviera bien. En esos instantes se me pasó de todo por la cabeza. "Por favor, por favor, por favor… mi niña", decía con lágrimas en los ojos. Estaba perfecta, había desplazado la cuna, que estaba pegada a la cama para que eso no pasará, pero pasó. Recuerdo abrazarme a ella muy fuerte, temblando, sin saber qué hacer. Pero estaba bien. No fue la primera vez. No fue el único incidente. Luego habría más.
Esta ópera prima de Alauda me conmovió precisamente por esta manera de contar la maternidad. Porque muestra el lado oscuro. La maternidad son luces, para mí lo es. Es sentir que no puedes amar tan profundo, es sentirte más animal que nunca, es sentir una conexión que traspasa lo físico, pero no es solo esto. Es amor. Y es culpa. Es amor.
Y es dolor. Es amor. Y es vértigo. Es amor. Y es vacío. El rechazo al cansancio, el rechazo a que te cambie tu vida por completo, a que te anule como mujer, como profesional y a que ser madre te aplaste sin saber quién eres. El cansancio de Amaya en la película traspasa la pantalla. Al mismo tiempo que su amor de madre se siente a través de sus caricias y su mirada. No hay que contarlo, no hay que decirlo. Nosotras lo sabemos. Es tan brutal. Y es que ser madre es tan intenso que merece llenar carteleras, teatros, librerías y cabeceras. Pero una maternidad sincera, una maternidad real, una maternidad que incomoda y que hace saltar por los aires la "buena maternidad", ese modelo perfecto que nos ahoga cada día a tantísimas madres, que solo soñamos con sobrevivir. Ese modelo que nos hace parecer incompletas y que nos condena a ser siempre mejor madre. Siempre podemos ser mejor madres. Siempre. Y es agotador.
A finales de diciembre, un día cualquiera, mientras mis dos hijas pequeñas se peleaban, como de costumbre, me aislé en mi móvil, buscando esa desconexión que las madres necesitamos y que hoy en día encontramos tras la pantalla, porque huir nos queda complicado y lejos. Pregunté a mis Malasmadres cuál era su propósito de año nuevo. Esperaba reírme de los "propósitos maravillosos de las madres perfectas", esos con los que todas soñamos: viajar en familia, jugar más tiempo con mis peques, hacer más deporte..., y confesar que nos conformarnos con depilarnos más a menudo y dormir una noche del tirón. Lo que me encontré me impactó. La mayoría de las madres decían "SOBREVIVIR". Y no era ironía, era la cruda realidad. Sobrevivir a esta vida loca de hacer, de producir, de estar, de cuidar, de continuar, de luchar… y de olvidarnos de nosotras mismas.
Me río yo de las vidas perfectas, saltarían todas por los aires si mostráramos la verdad, no la que se puede contar, sino la que se oculta, no vaya a ser que nos acusen de 'Malasmadres'. Cuando nos incomoda ver a una madre gritarle a un niño. Cuando nos remueve ver a una madre agotada, dejando llorar a un bebé por un instante. Cuando nos avergüenza ver a una madre haciendo su vida, su propia vida, ¿a quién estamos viendo? ¿Quizás a nosotras mismas en ese reflejo? Quizás no en las mismas actitudes, puede que en otras o puede que incluso en ninguna, pero seguramente somos capaces de entenderla, de comprenderla, de darle la mano y no juzgarla.
Yo intento rebelarme y contar "parte" de la verdad de vez en cuando, pero me censuro demasiado porque romper con lo que llevamos callando tantas generaciones de madres no es nada fácil. Si llegas hasta aquí, solo quiero decirte algo, no estás sola. De verdad, no estás sola. Eso que sientes es normal. Y lo estamos haciendo bien.
Somos suficientemente buenas madres. Y eso está bien.