El cine y la televisión han hecho llegar a nuestro imaginario unos abogados que no existen, al menos en los estrados españoles. Los letrados no se levantan teatralmente y se ponen delante de los testigos, disparando sus preguntas como dardos que uno espera que fulminen a los interpelados. Tampoco en España los abogados pasean delante del jurado y señalan con un dedo acusador al reo mientras detallan todas sus maldades… En España la realidad es bien distinta. Lo que ocurre en una sala de juicio con jurado es bastante poco cinematográfico, por terribles que sean los delitos que se juzgan. Lo he comprobado estas tres semanas en la Audiencia de Valencia, donde se juzgaba a Salvador Rodrigo y a María Jesús Moreno, Maje, por el crimen del marido de esta, Antonio Navarro.
En la sala se han sentado un fiscal y tres abogados –que en algunos casos estaban acompañados por compañeros–. Julita Martínez, la defensora de Salva, la abogada de oficio que le defendió desde el momento en el que fue detenido, ha interpretado su papel de manera notable. Correcta, educada y con un tono de profesora de guardería apeló a los nueve miembros del jurado a que viesen al Salva que ella había visto, "un iluso en manos de una depredadora". No se ahorró calificativos para su cliente, al que tildó de lacayo y de caballero andante, capaz de cualquier cosa –hasta de matar– para obtener el beneplácito de su amada, Maje, la otra ocupante del banquillo. Julita huyó de los fuegos de artificio y preparó a conciencia el que sabía que era su momento más importante del juicio, la declaración de su cliente, que rebosó credibilidad y logró empatizar con todos los miembros del jurado. Salva y su abogada eran conscientes de que llegaban al juicio condenados –él mismo confesó el crimen–, pero su pena será sensiblemente más baja que la de Maje.
Miguel Ferrer, el abogado de la acusación particular, al que la toga hacía aún más voluminoso, ha sido el único que ha atendido diariamente a la prensa, resumiendo cada jornada. Su papel era demoler la presunción de inocencia de Maje, alguien que no tenía en su mano la pistola humeante –no estaba ni cerca del lugar del crimen cuando Antonio fue asesinado–, pero a quien su historial avalaba como una mentirosa y manipuladora de manual, un curriculum que Ferrer se encargó de resaltar una y otra vez. Las pruebas que ella misma ofreció en sus conversaciones con Salva y, sobre todo, la confesión de éste, acabaron por convencer al jurado de su culpabilidad.
El abogado de Maje, el prestigioso catedrático Javier Boix, tenía el papel más complicado: defender a la malvada de esta historia. Atesoraba un prestigio ganado a pulso en cientos de procedimientos y, sin embargo, prefirió apelar a los juicios paralelos y a la prensa en lugar de hablar de derecho, que es de lo que se trata en un juicio. Falto de energía, con poco empuje, se ausentó en el último tramo de varias sesiones. El momento más importante para él también era la declaración de Salva, convertida en la principal prueba contra su cliente. No dedicó ni veinte minutos a su interrogatorio y no logró abrir ni una sola grieta en el testimonio del acusado. Aquello parecía que no iba con un letrado de tanto relumbrón.
Los abogados en España no protagonizan grandes soliloquios. Son una modesta pero imprescindible pieza del enorme engranaje de la justicia. Y es en los estrados donde ganan o pierden su prestigio, que poco tiene que ver con sus honorarios. Y si no, que se lo pregunten a Maje y a Salva cuando les notifiquen la sentencia.