Hace unos días estuve hojeando unos tomos almacenados en un armario olvidado de un pasillo de la Jefatura Superior de Policía de Madrid. Allí están recogidas, a volumen por año, las noticias de sucesos, terrorismo e información policial que publicaban todos los periódicos. La recopilación comienza a mediados de los ochenta y acaba en los primeros años del siglo XXI. Cogí el tomo correspondiente a 1988 y vi las primeras noticias y reportajes de sucesos que publiqué en el diario Ya, el primer periódico en el que trabajé. Llegué con veinte años, mucha hambre de periodismo y el ferviente deseo de esperar a pie de rotativa las páginas con la tinta aún húmeda y mi firma estampada en ellas. Y lo conseguí. Aquellos primeros años de ejercicio que la lectura de esos tomos me ha hecho evocar sirvieron para armar los cimientos del periodista que soy.
El diario Ya era propiedad de la Conferencia Episcopal y el director que apostó por mí y me hizo mi primer contrato, Ramón Pi, era un devoto católico que albergaba en su redacción a una horda de irreverentes, borrachos y desalmados de toda clase a la que aquel verano de 1987 nos unimos con entusiasmo una promoción de prácticas con ilustres como Juan Carlos Serrano, Javier Espinosa o Techu Baragaño. Allí nos encontramos con hombres y mujeres implacables, cuya única bandera era la información y su único objetivo encontrar una noticia antes que nadie. No había entre ellos más ideología que ser los primeros y los mejores. En esa redacción de la calle Mateo Inurria algún redactor jefe con el delator sello en un dedo del Opus Dei escuchaba impasible cómo un reportero se ciscaba en María Santísima o en el mismísimo Creador al leer en la competencia la noticia que él perseguía. Y allí, el pío director escuchaba con atención y cariño contar a sus redactores cómo sus mujeres los habían echado de casa tras la enésima infidelidad descubierta o después de aguantar su última borrachera.
Eran años salvajes de profesionales salvajes, en los que los periodistas competíamos por ser los mejores y los primeros, sin piedad y con un cuchillo entre los dientes. Años en los que cada día hacíamos bueno el dicho de "en el pan como hermanos y en la información como gitanos". Las jornadas acababan a las once de la noche en el VIPS para ver las primeras ediciones de los periódicos de la competencia y si algo se nos había escapado regresábamos a la redacción a tratar de enmendar la cagada despertando a la fuente que hiciese falta.
Eran años para gente dura, en los que tu jefe te mandaba a cubrir un crimen y te advertía: "No vuelvas sin la foto del muerto", así que cuando ibas a la casa de la víctima de un asesinato te las apañabas para buscar la de la mili o el álbum familiar y te armabas de valor para pedir una foto del difunto. Años sin redes sociales ni buscadores, en los que los jefes te exigían nombres, apellidos, lugares de nacimiento, calle, número y piso para llenar los textos de datos precisos. La información solo estaba en la calle y por eso aquella redacción estaba llena de periodistas cuyo ecosistema natural era la calle: Pilar Martínez Ruipérez, María José Manteiga, Sara Medialdea, Isabel Serrano, Luis Carlos Buraya, Ángel Gonzalo, Javier Rangel, Miguel Ángel de la Cruz, Javier Saz, Carlos Aguilera, Ángel del Río…
En aquella redacción había toneladas de compañerismo, pero ninguna compasión ni autocomplacencia. Cada uno sabía lo que tenía que hacer y si aún no lo sabías, los veteranos te lo explicaban con todo el cariño: "¿Qué mierda de entradilla es esa?" o "¿te crees Azorín? ¡Estás en un periódico, joder!". No había espacio ni tiempo para la corrección, salvo para la periodística: el tipo obeso que repartía los teletipos y atesoraba una colección de revistas porno en los archivadores era "el gordo de Logos"; el conserje al que una máquina había seccionado varios dedos era "mano lenta" y el telefonista que comía habas a todas horas no tenía problema en decirle a quien llamaba a la redacción preguntado por ti: "Está meando".
El periodismo ha cambiado a la misma velocidad que el mundo y no hay espacio para la melancolía, pero leyendo esos textos de 1988 pienso en aquella redacción llena de periodistas salvajes y despiadados, en el que aquel puñado de hijos de puta tenía como una de sus principales prioridades enseñar al que llegaba, como yo, lleno de hambre de periodismo. Gracias a todos ellos.