Aún sigue en funcionamiento. Los policías más veteranos de la Sección II de la Brigada Central de Estupefacientes se lo enseñan a los recién llegados, como si fuera la piedra roseta del tráfico de heroína. Es un armario metálico de color crema, habitual en las oficinas de los años setenta del siglo pasado y que en los espacios de trabajo de hoy se asemeja a una reliquia. En sus cajones alberga, cuidadosamente ordenadas, miles de fichas con nombres, alias, fotografías y anotaciones a mano, algunas de ellas escritas hace más de tres décadas. Allí están todos los hombres y mujeres que han sido detenidos o que han estado en el radar de la Sección II de la BCE, la dedicada a combatir el tráfico de heroína, una de las especialidades policiales más complicadas.
El hoy comisario Francisco Migueláñez fue quien comenzó a rellenar el armario de los turcos cuando estaba destinado en esa sección. Meticuloso, paciente e implacable, Migueláñez iba anotando cualquier noticia que se tuviese sobre su clientela en la ficha correspondiente: "Su nombre aparece en una llamada interceptada entre X e Y", "desde Holanda llegan noticias de que se ha asociado con X"… Mucho antes de la llegada de los discos duros de memorias inacabables o de las grandes bases de datos policiales, el armario de los turcos era la más poderosa herramienta de consulta para cualquier agente que se dedicara a combatir las mafias turcas de la heroína y a sus socios, quinquis y gitanos. Otros siguieron la senda de Migueláñez y alimentaron de forma amanuense el archivo. Cada anotación corresponde a muchas horas de trabajo, de escuchas, de vigilancias y de entrevistas con confidentes en un mundo tan hermético como el del tráfico de heroína en el que se forjó su carrera y su fama Enrique Juárez, un policía que entregó su placa el pasado viernes, un día antes de cumplir sesenta y cinco años. Dejaba atrás cuarenta y tres años de servicio y un legado imborrable en la Comisaría General de Policía Judicial, donde desarrolló casi toda su carrera.
Juárez vació el viernes su despacho de jefe de Brigada de la UDEV Central. Regaló las frondosas plantas que lo decoraban y se llevó a casa un viejo magnetófono UHER y unas cuantas cintas correspondientes a las escuchas de la operación Carro, el mayor golpe asestado nunca al rey mundial de la heroína, Urfi Cetinkaya, y a su lugarteniente, el portugués José Gomes Pires, el enano. Aquel servicio, en el que se intervinieron más de cuatrocientos kilos de heroína, le valió a Juárez la segunda de sus cruces rojas al mérito policial: "Las dos las gané como piernas, como jefe de grupo, como hay que ganarlas. Las que te dan de comisario son chatarra".
En su último día como policía, Juárez estaba melancólico. Se había despedido de los suyos en las últimas horas y por su despacho no dejaban de pasar compañeros que se fundían en largos abrazos con él, que miraba su viejo magnetófono: "La de horas que he pasado con esta herramienta… Tantas que perdí parte de un oído". Eran los años de gloria y de furor en la Sección II, en los que a través de las escuchas se oían hasta las máquinas de los traficantes contando millones de pesetas. Allí Juárez fue jefe del grupo 23 y jefe de sección. Desde allí libró durante diez años una guerra sin cuartel contra Urfi, empeñado en inundar España con su heroína brown sugar, que acababa en los poblados de las grandes ciudades. En uno de ellos, La Quinta, Juárez vivió uno de sus momentos más recordados. Estaba con otro compañero en el interior de un Apolo –una furgoneta camuflada, provista de equipos de escucha y vigilancia– cuando los habitantes del poblado comenzaron a golpear el vehículo, convencidos de que dentro había policías. Juárez y su compañero se hicieron pasar por una pareja que estaba aliviando su furor sexual.
Eran los años de persecuciones a toda velocidad en las que los policías se jugaban el tipo, de inacabables jornadas, y de semanas y meses en los que Juárez y los suyos aparcaban sus vidas para sacar del mercado la heroína que mataba a diario en toda España. "Pillar treinta kilos de heroína es mucho más difícil que enganchar mil kilos de cocaína", me repetía en aquellos tiempos, cuando no dejaba de hablar del mérito de los agentes que tenía al mando.
Al ascender a comisario, Juárez pasó una temporada al frente de la comisaría de Quart de Poblet (Valencia). Pese a su nueva condición y a tener un despacho, nunca dejó de ser quien era y tomando un café mordió a un tipo que le infundió sospechas. Era uno de los traficantes de marihuana más activos del pueblo, que tuvo la mala suerte de toparse con el comisario.
En sus últimos años de carrera, Juárez cambió las vertiginosas investigaciones de tráfico de drogas por la minuciosidad de las pesquisas de homicidios y secuestros al frente de la Brigada de Delitos contra las Personas de la UDEV Central. Allí siguió siendo el policía incansable, constante y perseverante que mordía a su presa y no la soltaba. Los suyos resolvieron crímenes, pusieron en marcha la lucha contra las apuestas ilegales y comenzaron una batalla que será larga contra la corrupción en el deporte. Al irse, Juárez no olvida las espinas que lleva clavadas en su orgullo de madero: no haber encontrado a Sonia Iglesias, desaparecida hace diez años, y no haber resuelto el triple crimen de la familia Barrio, asesinados en Burgos en 2004, dos casos que intentó desatascar desde su puesto de jefe de Brigada.
Minutos después de las dos de la tarde del viernes, Enrique Juárez dejó de ser policía. Al salir del complejo de Canillas, cruzó la acera y se marchó a El Pirata, el lugar habitual de reunión de los agentes de la Comisaría General de Policía Judicial. Allí le esperaban unos cuantos compañeros que le quisieron rendir un último homenaje. El mío son estas líneas cargadas de agradecimiento por treinta años de enseñanzas, paciencia y cariño.