He oído y leído la frase cientos de veces, la mayoría de ellas en boca o pluma de compañeros que no es que no hayan leído al periodista polaco Ryszard Kapuscinski –a quien se atribuye originalmente la cita–, sino que tendrían dificultades para citar sus cinco últimos libros leídos. La sentencia dice algo así como que "para ser buen periodista hay que ser buena persona", o que "las malas personas no pueden ser buenos periodistas". La frase la enarbolan con entusiasmo todos aquellos que con el mismo fervor aseguran que desde el periodismo podemos construir un mundo mejor, más justo, más ecologista, más feminista, más animalista o más vegano…
Ya saben que corren tiempos de neocensura, en los que los periodistas no sólo tenemos que ser diligentes en nuestro trabajo, sino que debemos escribir, hablar y comportarnos con arreglo a los cánones del momento, no vaya a ser que acabemos cancelados o nuestra obra revisada y puesta al día para no herir a ningún colectivo. Así que hoy la ñoña frase del reportero polaco lo tiene todo para triunfar. Es más, me extraña que en las redacciones de esos nuevos medios que cacarean su independencia en cuanto abres su web –ya se sabe que todos los demás medios somos vasallos del Ibex 35 y de oscuros poderes– no haya un cartel con la sentencia de Kapuscinski que reciba a esos redactores y redactoras dispuestos y dispuestas a cambiar el mundo.
La frase es una idiotez y, además, es mentira, uno de los mayores bulos que corren por la profesión. Vivo en redacciones desde mi más temprana infancia. La primera que conocí fue la del diario Pueblo, donde mi padre trabajó hasta su cierre, en 1984, y cuya historia se publicará próximamente en el libro 'Nido de piratas' (editorial Debate), del colega Jesús Fernández Úbeda. En los primeros años setenta las separaciones matrimoniales no estaban protocolizadas, no había convenios ni formalismos parecidos, así que mi madre me colocaba en la puerta del periódico los viernes al salir del colegio y ahí se las apañasen mi padre y todos sus compañeros con la criatura, es decir, yo mismo. Aquello me hizo conocer a la élite del periodismo, a todos aquellos desalmados (y también desalmadas) que trabajaban en el número 73 de la calle Huertas. Así que unos treinta años antes de conocer la frase de Kapuscinski aprendí que para ser buen periodista hay que tener hambre de noticias, las orejas y los ojos bien abiertos, paciencia de cazador, tolerancia a la frustración, muchos libros leídos, amor por la calle y lealtad por tus fuentes. Con todo ese acervo, aun siendo un hijo de puta de marca mayor, se puede ser un gran periodista.
A los diecinueve años comencé a trabajar. He pasado en estos treinta y seis años por periódicos, semanarios, emisoras de radio y cadenas de televisión. En redacciones compuestas por veteranos y en otras insultantemente jóvenes. Y en todas ellas he encontrado a algunos magníficos profesionales que eran personas muy poco recomendables y a gente maravillosa a la que he animado a cambiar de oficio de lo malos periodistas que eran. Y para estar en la misma trinchera, créanme, siempre he preferido a los cabrones competentes que a los inútiles de buen corazón.
Me quedan unos pocos años en este oficio, aunque me temo que los suficientes para asistir a la metamorfosis que convertirá las redacciones en nidos de seguidores de Mr. Wonderful, con comisariados que velarán para que en sus medios no se agravie a ningún colectivo animado o inanimado y con periodistas sensibles a todas las causas, buenísimas personas y con miles de seguidores en redes sociales. De ellos y ellas es el futuro. Aunque crean que una fuente es un lugar del que sale agua y no distingan una anécdota de una noticia.