Nunca me deja de sorprender la atracción que una buena parte del personal siente por los malvados. No hablo de los malos nacidos de la imaginación de creadores más o menos brillantes. Es difícil no caer fascinado por Hannibal Lecter, un doctísimo asesino que cocina el hígado de sus víctimas, o por Moriarty, el único ser humano capaz de retar a Sherlock Holmes. Cómo no empatizar con el tormento interior de Michael Corleone, obligado a dar muerte a su hermano Fredo para proteger a la famiglia. Pero yo me refiero a los malos de verdad, a los reales, a hijos de puta de carne y hueso.
Dejando aparte el fenómeno de la hibristofilia –tarados y taradas que sienten atracción sexual por criminales de todo pelaje–, no cabe duda de que el mal y sus representantes en la Tierra cuentan con una legión de fans. Sin ir más lejos, aquí convertimos en una suerte de mujer fatal a Idoia López Riaño, una asesina etarra del Comando Madrid a cuyo clítoris alguien atribuyó poderes extraordinarios. Garrulos desalmados y responsables de cientos o miles de muertes como Pablo Escobar o Totò Riina tienen tropecientos mil seguidores y, volviendo a España, ladronzuelos como Jaime Giménez Arbe, El Solitario, un atracador y asesino que se definía como expropiador, gozó de su cohorte de fans.
No entiendo esa atracción por el mal. Los buenos siempre me han parecido mucho más interesantes. Recientemente he pasado unos cuantos días en el Campo de Gibraltar que han servido para reafirmarme. Allí, hace unos años los malos quisieron convertir la comarca en una especie de aldea gala, pero a lo chungo, en la que el Estado de Derecho con sus cosillas, como el principio de autoridad, no pudiese entrar. Ya saben: desembarcaban hachís entre el flotador del niño y la nevera del cuñado, atropellaban a agentes de la ley, sacaban del hospital a un detenido… Un sindiós al que hubo que poner freno como el Estado suele hacer cuando las cosas se ponen feas y alguien lo cuestiona: llamando a los buenos.
Y así andamos ahora. Con la comarca llena de malos que ya no campan a sus anchas porque los buenos les ponen las pilas y los leen los derechos si se tercia. Estos días en el Campo de Gibraltar pasé buenos ratos con unos cuantos. Un hombre bueno es Paco Mena, un electricista que viviría muy tranquilo si no fuese porque hace más de veinte años decidió remangarse y enfrentarse a los señores de la droga. Y así sigue. Peleando contra ellos y recordándole a la administración que la solución de la zona no solo pasa por más policías y guardias civiles, sino que hay que crear un tejido industrial y empresarial al que se agarren los miles de jóvenes que ahora nutren las collas de los narcos. Mena es la voz, el rostro y la fuerza de las decenas de miles de vecinos de la zona que quieren vivir en paz.
Buenos tipos y tipas encontré a bordo de las patrulleras de Aduanas y de la Guardia Civil en las que nos embarcamos mi compañero Juan Santander y yo. En el agua todo es más difícil y en las del Estrecho, aún más. Allí los malos pilotan las gomas como Han Solo el Halcón Milenario, pero con más mala leche.
Gracias al inspector jefe Rafael y a la tripulación de su Ángel, un helicóptero de la Policía Nacional, pudimos ver la zona desde el aire y comprobar lo imprescindibles que se ha vuelto los medios aéreos para auxiliar a la infantería. Y eso que en Algeciras y La Línea de la Concepción la infantería es tropa de élite. Los policías del GAC, del GOR y hasta Chino –un pastor belga malinois– y su guía se fajan a diario en tierra hostil y lo hacen con éxito. Lo mismo que los agentes de la UPR que acuden a la zona desde toda España y a los que se les encomendó devolver a la comarca el principio de autoridad. Y en ello siguen. Mención especial para la inspectora de la UPR de Valencia que en su charla previa al turno ilustra a los suyos con una clase de historia del lugar en el que van a trabajar.
Hace treinta o cuarenta años, los más bravos de cada promoción de la Policía aterrizaban en el País Vasco o en Navarra. Ahora caen en Algeciras y La Línea. Sus UDYCO están plagadas de hombres y mujeres muy jóvenes, con mucha hambre y sabedores de que allí en seis meses harán más cosas que algunos de sus compañeros en toda su carrera. Y por allí imponen también el orden y la ley los del GRECO, agentes adscritos a la Brigada Central de Estupefacientes. Al mando de ellos, un veterano con las ganas de un pepinillo y el oficio de un caimán.
Lo dicho: los buenos son más interesantes y siempre tienen mejores historias que contar.