Hace pocos días, lo recordé en una conversación sobre los GRAPO, aquella banda terrorista de ultraizquierda que se nutría de tarados dispuestos a matar y a morir por su ensoñación revolucionaria. El comisario Juan Luis Méndez Moreno formó parte de los grupos de Información que persiguieron a los GRAPO en los años más duros de la banda. Acodado en la barra del bar de la calle San Bernardo donde acababa las jornadas cuando ya era comisario de Centro me contó cómo siguió durante un mes a Laureano Ortega –uno de los GRAPO más sanguinarios– y comprobó cómo comía de los restos de contenedores de basura, mientras su jefe, el Camarada Arenas, vivía en París a cuerpo de rey:
– Le detuvimos y pasamos tres días con él. No dijo absolutamente nada. No delató a nadie ni nos dio un solo dato y cuando le fuimos a llevar delante del juez nos dijo que la próxima vez nos uniríamos a su causa.
Méndez contaba mil y una anécdotas. Era un chapa de los de toda la vida. Hablaba con la voz rugosa de mucho tabaco negro y muchas noches de tronchas y un inconfundible acento extremeño. Su aspecto respondía exactamente a lo que era, un madero de pies a cabeza: alto, enjuto, con ojos de listo y un fino bigote que se atusaba cuando se ponía pensativo.
Nos conocimos a finales de los ochenta, cuando el distrito Centro se estaba convirtiendo en un nido de burdeles y picaderos de yonquis. Las calles Ballesta, Desengaño, Valverde y otras aledañas a la Gran Vía habían sido tomadas por proxenetas y traficantes. El comisario Méndez, al frente de la comisaría de Centro, la Delegación del Gobierno y el Ayuntamiento emprendieron una ambiciosa campaña para recuperar el distrito.
El despacho de Méndez en la calle de la Luna –donde entonces estaba la comisaría– era el punto de partida de muchas largas noches en las que los suyos reventaban inmuebles enteros para echar de allí a prostitutas, traficantes y yonquis y en las que un pequeño grupo de periodistas podíamos acompañarlos y dar fe de aquellas operaciones. En ocasiones, el propio comisario se ponía al frente del operativo y se metía en aquellos tugurios en los que la sangre de los heroinómanos salpicaba las paredes, las prostitutas tenían edad de ser abuelas y los traficantes tiraban de pincho a la mínima. Eran tiempos donde no había chalecos y el policía tenía que ser el más chulo del barrio. Le iba la vida en ello.
Operación tras operación, el distrito Centro quedó saneado –"para la especulación", se decía ya entonces– y el comisario Méndez salió victorioso. Una enfermedad que acabó con su vida mucho antes de tiempo fue lo único que le impidió acumular muchas más victorias. Porque él era de los más chulos del barrio.