Pedro Luis Gallego es un depredador sexual, un criminal que en los años 80 y 90 del siglo pasado dejó su nefasta huella en varias ciudades de Castilla y León, donde era conocido como el violador del ascensor. En su infame haber acumuló una veintena de agresiones sexuales y dos asesinatos, el de Leticia Lebrato, en Valladolid, y el de Marta Obregón, en Burgos. La Policía le cazó en 1992 y Gallego fue condenado a más de tres siglos de prisión en un juicio en el que negó la autoría de sus crímenes y achacó su detención y su procesamiento a una conspiración en la que implicó hasta el hoy juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón, entonces magistrado en Valladolid.
Gallego tenía que haber salido de la cárcel en 2022, tras cumplir 30 años entre rejas, pero se benefició del final de la doctrina Parot –gracias al Tribunal de Estrasburgo– y en 2013, con el rostro embozado y tapado con gafas de sol, abandonó la cárcel. Tardó muy poco en volver a hacer daño: fue detenido en 2017 por la UFAM de la Policía madrileña, acusado de dos agresiones sexuales consumadas y otras tantas tentativas. El violador del ascensor se había convertido en el violador de La Paz, un merodeador que buscaba a sus víctimas en las inmediaciones del hospital madrileño, las secuestraba y las llevaba hasta Segovia, donde había fijado su residencia y donde consumaba sus violaciones.
La semana pasada fue juzgado y por primera vez en su miserable y criminal vida, aceptó los delitos de los que se le acusaba, aunque dijo ser víctima de una enfermedad, de una pulsión a la que nadie atendió, ni siquiera en las más de dos décadas que pasó en la cárcel. Gallego volvió a mentir, porque él no quiso someterse a ningún programa de rehabilitación en prisión, cuyo éxito tampoco estaba asegurado en alguien con su pésimo pronóstico. Previsiblemente, no volverá a ser libre.
La vuelta de Gallego a un estrado, ese viaje al pasado para los reporteros de sucesos que cubrimos sus crímenes de los 80 y los 90, ha coincidido con varios crímenes con señas de ese mismo pasado. La muerte de un informático de Getxo, que cayó en una trampa tendida por una mujer a la que conoció en la red de contactos Badoo y que le llevó hasta el tipo que lo mató para robarle el coche, no es más que una actualización de los delitos cometidos por bandas que contaban en sus filas con una mujer fatal, capaz de atraer al primo y de doblegar su voluntad para quedar a merced de los delincuentes. Hace años conocí a una de estas mujeres, que empleaba sus encantos para convencer a sus ligues de ir a jugar partidas de póker donde no tenía ninguna posibilidad de ganar. Sus víctimas salían desvalijadas y sin haber tocado un pelo al gancho.
La mujer detenida en Castro Urdiales, acusada de matar a su pareja y entregar la cabeza a una vecina, recuerda a aquellas mujeres que protagonizaron portadas de El Caso, tras deshacerse de sus maridos de las maneras más imaginativas: con venenos, fármacos o por encargo. Como me contó hace unos días un oficial de la Guardia Civil, experto en meterse en la mente de los criminales, "llevamos siglos matando y muriendo por las mismas razones y nunca dejaremos de hacerlo". En tiempos de cibercrímenes, no faltan los crímenes de siempre.