Tom Wolfe lo describió muy bien en su novela La hoguera de las vanidades. Peter Fallow, un alcohólico reportero de capa caída, escucha una conversación e inmediatamente unos neuroreceptores solo presentes en el sistema nervioso de algunos periodistas se activan ante la posibilidad de tener a mano una gran historia, una noticia. Es una sensación única, que incluso se manifiesta con síntomas físicos: se acelera el pulso, se cierra el estómago y algunos sentidos se agudizan. Hace unos días tuve ese cuadro al completo. Pensé que tenía entre manos un gran reportaje, uno de esos que aparecen en escasas ocasiones y a los que hay que aferrarse, como el más fiero de los perros de presa, y no soltarlo hasta disponer de todos los datos para construir la historia. La noticia contaba con todos los ingredientes que los reporteros de sucesos anhelamos: intriga, una investigación policial compleja, una protagonista incansable y llena de coraje, un delincuente repugnante, al que no le faltaba una fachada compensatoria de hombre normal… Un cóctel casi perfecto.
Créanme. Cuando uno se encuentra ante una historia así llega a convertirla en una obsesión: dedica su tiempo libre a buscar información en fuentes abiertas y semiabiertas, llama a todos los contactos posibles y acaba enterrado en datos, unos pocos útiles y la inmensa mayoría sin valor alguno. La obsesión llega al extremo, en ocasiones, de olvidar lo más importante: los sentimientos de los protagonistas de la historia, qué piensan, cómo se sienten al verse expuestos ante el foco que uno pretende encender…
Cuando estaba en el fragor de la elaboración de la historia recibí en pocas horas una llamada de teléfono y un correo electrónico de una de las protagonistas de la noticia y de su hija. Ambas me transmitieron lo mismo, con distinto tono y forma. El dolor que acumulaban les impedía volver a rememorar lo vivido, eran incapaces de ponerse ante mi foco. Las dos coincidieron en hacerme ver que yo era incapaz de comprender lo que habían pasado, la dimensión de su herida, que arrastran desde 1981. Y llevaban razón. No puedo entenderla porque no la he vivido. Yo solo pensaba contarla, dar salida a mi gran historia. Pero sin ellas, sin su permiso, no hay historia. Porque los reporteros de sucesos también debemos afinar el neurotransmisor que capta el dolor ajeno y respetarlo siempre, por encima de cualquier gran historia.