La hipérbole ha vencido. Todo es definitivo, emocionante, memorable, irresistible, impresionante, no te va a dejar indiferente, no te lo puedes perder, no te lo vas a creer o te va a sorprender. Los muros de contención que servían para hablar y escribir con una mayor precisión han sido olvidados en los medios, sobre todo en los digitales, a mayor gloria del clickbait. Lo digo sin melancolía y con el reconocimiento expreso de que hasta yo, criado profesionalmente en periódicos donde los redactores acudíamos a fotocomposición para cortar los textos con un cúter, leo sin sobresaltos los titulares hiperbólicos. Sólo la palabra 'zasca' sigue desencadenando en mí reacciones similares a las de Bruce Banner instantes antes de mutar en Hulk.
Una vez aceptado el reinado de la hipérbole en los medios y, por supuesto, en las redes sociales, detecto algo más preocupante: la extensión de lo hiperbólico a muchos más ámbitos. Claro que todos esos campos en los que la exageración va ganando terreno cuentan con la inestimable colaboración de las redes sociales. Hay sobrados ejemplos de ello: la gente va a ejercer su derecho al voto –felizmente recuperado en España hace cuarenta y cuatro años– y se hace una foto y escribe un texto con una solemnidad más adecuada para el soldado soviético que tomó el Reichstag en 1945 o para los aliados que lograron establecer la primera cabeza de playa en Normandía el 6 de junio de 1944. ¿Y qué decir de las vacunas? Viendo y leyendo a algunos contar el momento de su vacunación, Neil Armstrong resulta un frivolón con aquello de "un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad", frase que pronunció al convertirse en el primer ser humano en poner el pie en la luna, una nimiedad.
Y es que la sobreactuación es hija o hermana de la hipérbole y ambas van de la mano. Sólo eso explica que ante un programa de televisión que cuenta los supuestos malos tratos sufridos por una mujer –sin que, hasta el momento, haya una condena por tales hechos–, varias políticas salgan en tromba a mostrar su apoyo a la protagonista y a reconocerla como víctima. No sé si Rocío Carrasco sufrió malos tratos. Reconozco mi ignorancia en el tema, pero me fascina ver esa carrera entre políticas por subirse al carro y su esfuerzo por parecer altisonantes. Y eso, insisto, sin un fallo judicial que ratifique su versión.
Nada nuevo. Hace años, el entonces ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, se reunió con José Luis Moreno después de que la Guardia Civil detuviese a los autores de un robo en su casa en el que recibió una tremenda paliza. Tiempo después fue Mariano Rajoy quien se comprometió con los padres de Marta del Castillo a hacer todos los esfuerzos posibles por hallar el cuerpo de su hija. Los políticos siempre han seleccionado las víctimas más rentables para ellos, las que mayor rédito podían ofrecerles y han dejado al resto en la posición de víctimas de segunda clase.
Cada año muchas mujeres mueren asesinadas por la violencia machista. Muchas más reciben amenazas, son agredidas y pasan verdaderos tormentos. Ninguna tiene una serie de televisión a su disposición para contarlo y todas ellas merecen que los políticos y las políticas dejen por un momento la sobreactuación, el postureo y la frivolidad y trabajen más y mejor para salvar vidas. Tal y como hacen los profesionales de los servicios sociales, de las fuerzas de seguridad del estado y de los servicios sanitarios. Sin colgar frases altisonantes en Twitter. Sólo trabajando.