Fortu tiene 66 años y regenta un templo del papel, que es a la vez librería-papelería y quiosco de prensa. Cada mañana, desde hace años, compro allí todos los días un par de periódicos, también en las últimas semanas, porque Fortu se mantiene al frente de su negocio aún con el estado de alarma vigente. Antes de las nueve de la mañana, abre su tienda, a la que acuden padres en busca de material para las tareas del colegio, lectores que encuentran en los libros alivio para el encierro y un puñado de nostálgicos de la tinta impresa. Algunos optan por el couché de las revistas del corazón o de las deportivas. Otros, por los pasatiempos o por las publicaciones donde prometen hacerte experto en macramé en pocas horas. Y yo voy porque no puedo dejar de leer la prensa y disfruto de ese ritual de mirarme los dedos cuando acabo, en busca de las manchas de tinta que delataban a la casi extinta estirpe de los lectores de periódicos. Y en estos tiempos, aunque Fortu no lo sepa, su negocio es esencial.
Allí, en los viejos periódicos que tantos dan por muertos desde hace años, los filtros, pese a todo, siguen vigentes. Pese a la descapitalización humana de las redacciones y a la desaparición de figuras como los editores y correctores, en la prensa de papel sigo leyendo información. Otro día debatimos sobre su calidad, pero no hay duda de que es información. Poco o nada que ver con el vertedero en el que se han convertido Internet y las redes sociales. Los mismos medios que leo en papel publican en sus ediciones digitales memeces de las que huyo cuando veo unas cuantas expresiones clave que funcionan en mi cerebro como la campana en los perros de Pavlov, pero en sentido inverso. "Que hizo arder las redes", "X lo ha vuelto a hacer" o "Te sorprenderá" están en lo más alto de mis anatemas. Y las redes son desde hace tiempo un agujero para esputos de amargados, que han aumentado aún más su zafiedad e intrascendencia con la crisis sanitaria. Se salvan las nobles iniciativas, como las destinadas a ayudar a los sanitarios o las que intentan dar oxígeno a sectores tan castigados estos días como las librerías. Y hay unas cuantas más de ese tipo, que alivian la hiel que impera allí. El resto es propaganda política que alimenta la fe del carbonero de unos y otros, o el postureo en su máximo nivel: esos tipos que se retratan junto a su ventana como si fueran los Edmond Dantès del siglo XXI, encerrados con plataformas de televisión a la carta y todas las comodidades de un hogar medio en estos tiempos. O los que pretenden emular a Johnny Cash en la prisión de Folsom tocando la guitarra para sus vecinos… Menos mal que en las redes también está Pantomima Full para desnudar al rey –como en el cuento de Andersen–, dejando en evidencia la futilidad de tanto exhibicionista.
Mi rutina diaria de la compra del periódico va acompañada estos días de una pequeña charla con Fortu. Él, que montó su negocio hace catorce años y dejó la enseñanza, es uno de mis anclajes con el mundo real estos días. Lee la prensa, ve informativos y sus reflexiones –con mascarilla por medio– siempre me resultan útiles para saber qué hay fuera de la burbuja en las que vivimos demasiado tiempo los periodistas. Hace unos días, me dio el mejor diagnóstico de lo que estamos pasando: "Antes, la gente me llamaba para reservar los periódicos porque querían tener los diarios del día que nació su hijo; llevo un mes que solo me llaman para reservar el ABC porque sale la esquela de algún familiar o de algún amigo". Y es que las esquelas del viejo diario monárquico son, seguramente, una de las mejores fotografías de la tragedia que vivimos.