Me van a permitir que hoy deje mis historias de policías, asesinos y ladrones, pero la ocasión lo merece. Hace unos días falleció Francisco Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón, el botones Sacarino, 13 Rue del Percebe o Rompetechos. Él y sus personajes me convirtieron a mí y a buena parte de mi generación en lectores. Las historietas de Ibáñez, los clásicos ilustrados de Bruguera y los álbumes de Hazañas Bélicas fueron la primera ventana por la que muchos nos asomamos al fascinante mundo de la lectura. Y aquí sigo, refugiándome siempre que puedo en las páginas de un libro, como cuando de niño escondía bajo la almohada una linterna con la que poder acabar un volumen de Super Humor o el Olé que Ibáñez dedicaba a cada Mundial de fútbol o a los Juegos Olímpicos, que siempre eran mis favoritos.
He rebuscado en las estanterías de casa y he encontrado álbumes de 1971, de 1976, de 1978, que mis hijos devoraron con la misma fruición que yo, riéndose a carcajadas de las ocurrencias de los agentes secretos de la T.I.A. o de la ceguera de Rompetechos, un humor irreverente que hoy tendría todas las papeletas para ser pasto de los canceladores sin fronteras. Porque Ibáñez y sus personajes tienen ese don: sus libros han pasado de padres a hijos y han sobrevivido a las pantallas que hoy adocenan a niños y adultos.
Hergé, Uderzo y Goscinny recibieron en sus países –Bélgica y Francia–los reconocimientos que merecen los creadores de Tintín, Astérix y Obélix, pero Ibáñez es español y es bien sabido el trato que da nuestro país a sus personas verdaderamente importantes, especialmente si tienen que ver con la cultura, la de verdad, no la de los abajofirmantes habituales. Ibáñez ha muerto con millones de lectores, pero ni siquiera obtuvo el Príncipe de Asturias –hoy Princesa– de las Letras, un galardón del que sin duda es merecedor. Repasen la lista de los ganadores y díganme si alguno de ellos ha hecho más que Ibáñez por las letras en España.
Coincidí con el creador de Mortadelo y Filemón en una de las primeras ferias del libro de Madrid a la que acudí como autor. Irradiaba simpatía y bonhomía y dedicaba a sus lectores todo el tiempo que ellos quisieran, dibujándoles caricaturas personalizadas en las dedicatorias. Su talante contrastaba con el de algunos envarados autores de best seller, a los que claramente les incomodaba el trato con sus lectores. Hoy lamento no haberme sumado a la cola de lectores de Ibáñez, pero me alegro de haber conservado esos volúmenes que hicieron nacer en mí y en mis hijos la condición que más satisfacciones me da y me sigue dando, la de lector.