Las imágenes de aquellos días quedaron para siempre grabadas en la retina. Son las imágenes que mejor definen la barbarie y la sinrazón de los años de plomo de ETA: la casa cuartel devastada, los guardias con el rostro ensangrentado sacando de las ruinas cuerpo de niños desmadejados, los ataúdes blancos alineados en la Basílica de El Pilar… Era diciembre de 1987, yo era un recién llegado al mundo del periodismo y desde entonces hasta que las armas callaron, muchos años y muertos después, cubrí muchos atentados y secuestros de ETA. Pero, probablemente, ninguno donde la crueldad quedase tan al desnudo como el atentado a la casa cuartel de Zaragoza, donde fueron asesinadas once personas, entre las que había cinco niños y un adolescente, familiares de los guardias civiles que residían allí.
Treinta y dos años después, la Guardia Civil bautizó como 'Operación Infancia Robada' el dispositivo que ha acabado hoy con la detención de José Antonio Urruticoechea, Josu Ternera, el jefe etarra que ordenó y planificó el atentado de Zaragoza. Ternera, gravemente enfermo, acudía a una cita en un hospital de la localidad francesa de Sallanches, cerca de la frontera con Suiza. En el aparcamiento, dos policías franceses y un nutrido grupo de agentes del Servicio de Información de la Guardia Civil esperaban su llegada desde las cuatro de la madrugada. El clic que oyó Ternera cuando se cerraron los grilletes en sus muñecas era el fin de sus 17 años de fuga y, posiblemente, el sonido que marcará el final de lo que queda de ETA.
"Los guardias civiles somos muy cansinos, no dejamos nada pendiente", me decía un responsable de la Guardia Civil pocas horas después de conocerse el arresto del jefe etarra. Desde luego, la Guardia Civil tenía unas cuantas cuentas pendientes con Ternera. No solo los niños y adultos asesinados en Zaragoza. A lo largo de la historia de la banda terrorista, 230 agentes murieron por las balas o las bombas de ETA. Nadie ha puesto más muertos que ellos -ETA mató a 183 policías- y nadie ha perseguido con mayor empeño a los etarras, hasta sus guaridas, reventando sus santuarios.
Hace tiempo, cuando ETA ya había sido derrotada por las fuerzas de seguridad y la justicia españolas, un oficial de la Guardia Civil me confesó: "Tras los atentados de Zaragoza y de Vic (1991, diez muertos, cinco de ellos niños), sabíamos que había que perseguirlos allí donde se escondiesen. Eran ellos o nosotros. O los cazábamos o nos seguirían matando".
Con Josu Ternera al frente de ETA, la banda vivió sus años más sangrientos. Fueron los años –finales de los 80- de Vic, Zaragoza, Hipercor... Los madrileños aprendimos a convivir con el olor de la goma 2 y el sonido de las sirenas que demasiadas mañanas nos despertaron tras atentados al paso de comitivas de guardias civiles o militares. Mientras en las calles de toda España las balas y la dinamita etarra seguían matando, en Francia, Policía y Guardia Civil trabajaban sobre el terreno para descabezar una y otra vez a ETA: Paquito, Mikel Antza, Txeroki, Thierry… Los jefes etarras iban cayendo casi sin tener tiempo de tomar posesión, gracias a una labor silenciosa y eficaz de los agentes españoles en suelo francés. Mientras, desde la Audiencia Nacional, unos cuantos jueces y fiscales, con la Policía como principal ariete, cercaban todo el aparato financiero y económico de ETA: las herriko-tabernas, el periódico Egin y el siniestro sistema de recaudación maquillado con el nombre de impuesto revolucionario fueron despedazados por la Justicia.
Josu Ternera, con cuatro procedimientos pendientes en España –entre ellos el atentado de Zaragoza- quiso arrogarse el protagonismo en el final de ETA: fue quien leyó, junto a Soledad Iparraguirre, Amboto, el último comunicado, un intento de maquillar lo que era una derrota sin paliativos. El Servicio de Información de la Guardia Civil abrió poco después la 'Operación Infancia Robada', que ha acabado hoy en un aparcamiento, junto a los Alpes.