Mientras usted está leyendo estas líneas, decenas de policías, guardias civiles y agentes de inteligencia hacen creer a miles de ciudadanos que son personas distintas a las que en realidad son. Su trabajo consiste precisamente en eso: en simular, engañar y mimetizarse con su entorno para obtener la máxima información posible. En ocasiones, el trabajo de los infiltrados acaba en una gran operación policial con supervisión judicial y se salda con condenas de cárcel; en otras muchas ocasiones, solo sirve para abultar las carpetas de eso que policialmente se llama inteligencia, es decir, información sobre personas o colectivos de interés.
La literatura, el cine y las series de televisión se han centrado muchas veces en la figura del infiltrado con mayor o menor rigor y fortuna. En la vida real han trascendido pocos casos porque lo contrario sería un fracaso del Estado de Derecho, que está obligado a proteger a sus servidores –y eso son los infiltrados–. Sí conocemos algunos ejemplos, como el de la policía nacional que a finales de los años 90 convivió durante varios meses en un piso con etarras del comando Donosti. Su identidad, su fotografía y hasta la dirección de la casa de sus padres fue desvelada años después por Ardi Beltza, un libelo proetarra cerrado por la Audiencia Nacional.
Todo esto viene al hilo de la estrambótica y delirante denuncia contra Daniel, un policía nacional que pasó varios meses infiltrado en los movimientos anarquistas de Barcelona. Cinco mujeres –al parecer, yació con otras tres que no han ido a los tribunales– le han denunciado porque mantuvieron relaciones sexuales con él sin saber que era policía. Cito textualmente extractos de la denuncia, que encajaría como un guante en una película de los Monty Python.
Las denunciantes acusan a Daniel –que gastaba rastas, pendientes y hasta estrella anarquista tatuada en la rodilla en un encomiable ejemplo de mímesis con el entorno– de "violencia sexual institucionalizada, al haberse valido de sus relaciones íntimas con ellas para acceder a sus informaciones personales y políticas". Las abogadas de las denunciantes argumentan que el delito de agresión sexual se explica desde el mismo momento en el que "no puede haber consentimiento para mantener dichas relaciones si este no es previamente libre e informado". Este supuesto no se cumplió, dicen las letradas, ya que ellas no conocían la verdadera identidad del supuesto activista.
Pero, ojo, que para las víctimas del ariete del Estado español contra el movimiento anarquista, Daniel también ha cometido un delito de torturas, "al haberles provocado sufrimientos físicos y mentales y haber atentado de manera directa contra su integridad moral", valiéndose de su identidad falsa, que ellas desconocían. Terrible, ¿verdad? Imaginen los juzgados llenos de hombres y mujeres que se sienten heridos en su integridad moral porque su última conquista dijo no tener pareja y en realidad estaba casado y tenía tres hijos. O piensen en esa mujer que acude al juez henchida de sufrimiento cuando se da cuenta de que su último match de Tinder no es policía de la lucha antiterrorista, tal y como le dijo al oído antes de ir al motel, sino guardia de un supermercado.
El caso no pasa de ser una patochada, carne de una comedia de plataforma televisiva, pero vivimos en un tiempo de políticos adolescentes, sin ningún sentido del Estado ni del ridículo: el conseller de Interior de la Generalitat, Joan Ignasi Elena (ERC), ha pedido "explicaciones urgentes" sobre este asunto al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska. También los grupos de ERC, Junts, PDeCAT, la CUP, BNG y Bildu han exigido que el titular de Interior dé explicaciones en el Congreso.
El caso, cómo no, ha sido empleado por el independentismo catalán llorón para acusar al Estado de "infiltraciones policiales en organizaciones sociales y políticas democráticas y legítimas". La realidad es que los objetivos de Dani nada tenían que ver con los grupos independentistas, sino que el policía estaba dedicado a obtener información de grupos anarquistas como al que pertenecían los ocho acusados de quemar en marzo de 2021 una furgoneta de la Guardia Urbana con un agente en su interior.
El trabajo de Dani fue policialmente ejemplar: se introdujo paulatinamente en los grupos anarquistas más radicales y violentos, participó en asambleas, en protestas y en manifestaciones y nunca levantó sospechas. Informó a los grupos operativos de los objetivos de interés y siguió infiltrado hasta el final sin que fallase la cobertura mientras realizó su trabajo. Las explicaciones hay que pedírselas a quienes han hecho posible que haya sido descubierto, porque el Estado no se debe permitir abandonar a quienes lo protegen. Y, créanme, afortunadamente a lo largo de nuestra historia ha habido muchos infiltrados y espero que los siga habiendo para garantizar nuestra libertad y nuestra seguridad. Negar esto o llamarlo cloacas es propio de imbéciles o, peor aún, de indeseables.
Y respecto a las cinco víctimas de la infiltración de Dani, confío en que el juez que archive la denuncia tenga sentido del humor y un poco de talento literario.