Todos los rincones oscuros de nuestras ciudades se parecen. Son núcleos en los que hemos decidido acumular todo aquello que preferimos no ver. La mayoría de los vecinos de Sevilla no han pisado nunca Los Pajaritos, igual que los de Valencia no han pasado jamás por Las Casitas, los cartageneros no conocen Lo Campano y se puede tener una larga vida en Madrid sin haber estado en la Cañada Real. A esos barrios sólo van sus habitantes, quienes recuerdan a sus vecinos que en el Estado de Derecho no hay excepciones –la Policía–, los servicios de limpieza y los trabajadores sociales.
En esas barriadas sus vecinos también se parecen. Son hombres, mujeres y niños que se mueven con soltura entre los dos lados de la legalidad, que visten y hablan de manera similar y que mantienen un peculiar orden natural en su ecosistema. Allí hay grandes depredadores, que visten uniforme y acuden de vez en cuando a cobrarse sus piezas y a mantener a raya a quienes aspiran a reyes de la selva, y hay criaturas que jamás salen del escalón más bajo de este hábitat: son los toxicómanos, los adictos a cualquiera de las drogas que se ofertan en estos barrios.
Hubo un tiempo no tan lejano en el que la droga ocupaba titulares, llenaba espacios de televisión y estaba en el debate público y publicado. Hace tiempo que el tráfico, el consumo y la adicción a los estupefacientes han desaparecido de la escena, salvo excepciones como la guerra contra el narco en el Campo de Gibraltar. Los cuerpos y fuerzas de seguridad siguen incautando toneladas de droga, España se ha convertido en una potencia mundial en la producción de marihuana, la heroína ha regresado a las calles de muchas ciudades y miles de toxicómanos vagan por esos barrios oscuros para proveerse de su dosis. De vez en cuando, reporteros como yo los mostramos en televisión con menos talento, pero con parecida intención con la que Richard Attenborough enseña osos polares encima de una placa de hielo que se deshace en los documentales de la BBC: "mire, un oso polar pasándolo mal"; "mire, un yonqui buscando como hacerse con una micra".
Hay un acuerdo tácito en nuestra sociedad. La droga, que ha estado a la cabeza de las preocupaciones de los españoles durante décadas, ya no existe. Y hemos convertido a sus víctimas en invisibles. Tal vez, si alguno de estos toxicómanos se hiciese tiktoker, sus madres enseñasen en Instagram los devastadores efectos de la droga o un traficante hiciese vídeos virales mientras vende su basura las cosas cambiarían. Mientras no sea así, seguirán siendo invisibles para un consumidor al que hemos convertido en devorador de fast news. Ya no hay tiempo, ni ganas, ni periodistas que puedan, por ejemplo, preguntarse qué hacemos con esos habitantes del último escalón de la pirámide y por qué la sociedad acepta como algo inevitable esos ecosistemas.