Vaya por delante mi más absoluta ignorancia sobre epidemiología, virus y pandemias, materias en las que en los últimos meses he oído hablar con aparente solvencia a muchos de mis colegas de profesión, a los que la vida les ha debido de dar para atesorar conocimientos en muchas más disciplinas que a mí. Así que desconozco si la manifestación feminista del pasado 8 de marzo en Madrid tuvo mayor influencia en la extensión del coronavirus que el mitin de Vox, los partidos de La Liga o los desplazamientos en transporte público de aquellos días en los que el Covid-19 comenzó a impregnar nuestras vidas y a acabar con la de muchos de nuestros semejantes. Treinta y dos años como periodista de sucesos y tribunales sí me han permitido, en cambio, conocer bien nuestra administración de Justicia y a quienes trabajan para ella.

Miles de funcionarios, oficiales, letrados, forenses y jueces mantienen día a día en pie el Estado de Derecho, el cimiento más sólido de nuestra y de cualquier otra democracia. Son trabajadores, en su inmensa mayoría anónimos, piezas de un enorme engranaje que posibilita garantizar los derechos y libertades de todos y reprender penalmente a quien se lo ha ganado con su comportamiento.

Una de estas servidoras anónimas de la Justicia es Carmen Rodríguez-Medel, la responsable del Juzgado de Instrucción número 51 de Madrid. Una mujer con dos décadas de trayectoria en la judicatura, a la que accedió, como el resto de sus colegas, tras estudiar Derecho y ganarse su plaza en una oposición, previo paso por la escuela judicial. Meritocracia pura. Durante su vida profesional ha huido siempre de los focos y su perfil es el diametralmente opuesto al de aquellos jueces estrella, que tanto relumbrón tuvieron en épocas pasadas. Muy a su pesar, la jueza ha tenido los focos encima durante los últimos tres meses. En su juzgado cayó por reparto –hay algún indocumentado que piensa que los magistrados escogen sus casos– una denuncia contra el delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Franco, por permitir la celebración de la manifestación feminista. Desde entonces, la jueza ha hecho lo que hace un magistrado instructor: instruir. Desde su despacho de la Plaza de Castilla, ajena al ruido de fuera, Carmen Rodríguez-Medel fue tomando decisiones estrictamente jurídicas, un día más en su oficina. Así, pronto tuvo claro que en la denuncia no había materia penal para acusar al delegado del Gobierno de homicidio o lesiones y dejó la investigación en un posible delito de prevaricación. Es decir, adoptar una resolución injusta a sabiendas de que lo es, en este caso autorizar la manifestación del 8 de marzo. Mientras ella elaboraba autos de contenido puramente técnico, fuera de su despacho, algunos, con las mismas dosis de entusiasmo que de desconocimiento jurídico, se preguntaban las razones por las que la jueza investigaba las manifestaciones feministas y no el mitin de Vox u otras convocatorias de aquel maldito fin de semana. Sencillamente, porque nadie denunció. La instrucción continuó avanzando con hitos como la destitución del coronel Pérez de los Cobos por seguir al dedillo las instrucciones de la jueza, al mismo tiempo que se intentaban proyectar sombras de sospecha sobre ella, relacionadas con su posible filiación política. Ser componente de una asociación de jueces conservadora o ser nieta, hija y hermana de guardias civiles se esgrimían como poderosas razones para adivinar su sesgo ideológico. Los mismos que la aplaudieron por investigar los discutibles estudios post grado de Cristina Cifuentes o Pablo Casado arrojaban dudas sobre su independencia y la convertían en el ariete de "las derechas" contra el feminismo. Ser mujer la libró del mantra de la "justicia patriarcal".

Mientras, ajena al ruido y la furia, la jueza siguió instruyendo: encargó un informe a la fuerza actuante, en este caso la Guardia Civil; otro a un forense –funcionario– de los juzgados de Madrid; solicitó documentación a diversos organismos; llamó a declarar como investigado a Franco para garantizarle así toda la seguridad jurídica posible, ya que fue asistido por un abogado y pudo no contestar o no decir verdad durante su interrogatorio, algo que los dieciocho testigos a los que convocó no pudieron hacer, precisamente por su condición de testigos.

Y, finalmente, el viernes pasado la jueza archivó el caso en un auto razonado de más de cincuenta páginas. Imagino la decepción de los moradores de una y otra trinchera cuando lo leyeron. Porque Carmen Rodríguez-Medel firmó un auto de contenido estrictamente jurídico, en el que argumentaba de forma impecable por qué no ve delito en el comportamiento del delegado del Gobierno. Es a lo que se dedica ella y tantos otros jueces. En los tribunales no se dirime la competencia o no de los responsables políticos, sólo se analizan y juzgan los comportamientos que merecen reproche penal.

Mientras la jueza seguirá instruyendo docenas de casos en su despacho, lejos de los focos, las sombras de la sospecha regresarán pronto sobre ella, ahora desde los descontentos con su decisión. Al fin y al cabo, su abuelo, el comandante de la Guardia Civil Rodríguez-Medel, fue asesinado en Pamplona por mantenerse fiel al Gobierno de la Segunda República.